Los cazadores de chinchillas

Un cuento de Juan C. Dávalos

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Serían las doce cuando el Presbiterio llegó al abra de Lampazo.

Por guapa que fuese -y lo era de verdad- la mula en que venía montado, el pobre animal agotado por el larguísimo repecho, comenzaba a aflojar y los ijares le temblaban de cansancio. Por eso el jinete, desviándose un buen trecho de la senda, fue a guarecerse al pie de una barranca, en una especie de gruta donde a la vez que se ocultaba y defendía del viento, se echaría a descansar. Finalizaba el mes de julio y hacía un frío tremendo, a pesar del solazo.

¿Por qué razón no deseaba ser visto nuestro viajero, ni por los guanacos en aquellos enormes páramos, tan raramente frecuentados? No sólo porque venía en peliaguda misión policíaca y armado a rémington, sino porque siendo el Presbiterio un calchaquí auténtico, tenía, como el zorro de las punas, el hábito de esquivar el bulto a toda pupila viviente. Ver sin dejarse ver, es la primera conquista de la inteligencia sobre la fuerza; y el hombre allá en el alba prehistórica, siendo un bicho débil y astuto, pudo aprender muy pronto, de otras especies, el arte de pasar inadvertido.

En cuanto la mula descansó un rato, el jinete, con reflexiva calma, se aplicó a quitarse el apero dejándole puesto un jergón para que no se resintiese el lomo. Quitóle también el freno, le dejó la jáquima en reemplazo de la cabezada y la llevó a beber a un ciénago helado que no lejos de allí se veía y en el que el pobre animal sediento, más que beber trituró la escarcha y lamió la tierra húmeda. Y allí, quedó junto al manchón de iros verdes, atada a una mata de tola, mordisqueando en los brotes tiernos.

Tornó el hombre a su real, y con las prendas del apero se hizo una cama, extendiendo caronas, jergones y pellones sobre el blando médano rojo.

 

Sintió necesidad de echar al buche algún alimento caliente y en pocos minutos armó un fogón con “cuerno de cabra” y puso a hervir un tulpo y a calentar agua en la pava, para un mate cocido. Recogió algunas piedras y para resguardar el fuego contra el viento demasiado fuerte, pircó una pared enana en un santiamén; así no se le gastaban las brasas destinadas al asado.Sentóse en cuclillas junto al rémington; aseguró entre dos piedras el barrilito de agua potable y comenzó a sacar una por una, de las alforjas, las bolsitas que contenían el avío. Las alforjas eran una despensa mágica. Contenían, sal, azúcar, yerba, habas secas, harina de maíz tostado, un quesito de cabra y un par de bollos de trigo que con la sequedad habiánse puesto duros como de roble. De las alforjas había salido la ollita de tulpo, la pava y un jarro.

 Contenían, además, bien amarradas en un lienzo, cuatro onzas de coca en sendos paquetes; preciosa reserva, para ir cada día proveyendo la “chuspa”. Y luego, además, las gollorías: un trozo de lechiguana, colmena exquisita que enjambra en los viñedos y cuyos finos panales de cartón gris se mastican y se ingieren junto con la miel de que están colmados. Escondían también las alforjas, bien liado en un lienzo, un porrón de aguardiente, alcohol del valle que al paladearlo, cuando aprieta el frío, incorpora a la sangre el fuego del tata sol, y pone en el paladar y en las narices el dejo dulce de la uva moscatel. Demás está añadir que a los tientos había traído nuestro hombre, además del lazo, medio costillar de cordero para írselo comiendo asadito a las brasas.

Tampoco en indumentaria quedábase corto el viajero. Calzaba un grueso par de escarpines y traía de repuesto, bajo los pellones, a más de poncho, un pullo calamaco que valía, él solo, por un par de frazadas. Vestía chaqueta y calzones de barracán, una boa de vicuña envuelta al cuello. Un sombrero blanco, ovejuno, de industria vallista le sombreaba el rostro impasible, lampiño, tostado por la intemperie de los Andes. Para evitar la vislumbre hiriente de la nieve en los ojos, llevaba puestas unas antiparras.


Llamábase nuestro viajero, Presbieterio Quispe, era arrendero de Tacuil y ejercía, por mandato del patrón, el militante oficio de celador del cerro. Tal era el título de su cargo que desde luengos años, tuvo siempre por objeto custodiar el límite occidental de la estancia. Por aquella parte, linda Tacuil con la gobernación de los Andes, vecindad molesta, cuando no peligrosa, pues con frecuencia la finca suele ser invadida por malandrines que, rechazados por la comisaría del territorio, se dedican al cateo de minerales o a la cacería furtiva de vicuñas y chinchillas.

El celador del cerro venía eta vez en misión concreta y ardua.

Proponíase comprobar la veracidad de una noticia que llegara la noche anterior a su arriendo del valle. Un traficante puneño, de Antofalla, que pasó rumbo a

Molinos habíale contado que unos individuos que viera a lo lejos, armados a winchester, en las faldas del Cerro Blanco, por el costado que pertenece a Tacuil. Justamente alarmado, el celador se dispuso a marchar en seguida, y mandó a su mujer a que le acomodase el avío, mientras él ensillaba la mula. Después de medianoche comenzó a remontarse cordillera adentro. Ahora se hallaba a cuatro mil metros sobre el nivel del mar, en el abra de Lampazo, no lejos del Cerro Blanco, cuyas nevadas crestas se yerguen a cerca de seis mil metros, destacando sus contornos ásperos sobre un cielo profundamente azul.

Tenía bien presente, el Presbiterio, las instrucciones de su patrón:

-Si usted halla cazadores en la estancia -le había dicho- les advierte que están en terreno vedado y los intima a salir de los campos, previo decomiso de las pieles que lleven consigo. Si no le obedecen, avisa usted a los otros arrenderos y proceden por la fuerza. Ya sabe usted que la caza de guanacos, vicuñas y chinchillas está prohibida bajo severas penas, por el gobierno de la nación.

II

Y he aquí que mientras el celador, acabado el almuerzo, tendióse a sestear, rendido por el cansancio, dos indios catamarqueños de Santa María, iban llegando a pie enjuto a la zona de las nieves eternas por entre las escarpas del Cerro Blanco. El día anterior, muy de mañana habían emprendido la ascensión del monte, dejando previamente sus mulas escondidas en una abrigada vega. Como les viniera haciendo un tiempo hermoso desde días atrás y como no vieran señales de gente por el lado del Tacuil, habían resuelto, después de cazar vicuñas, aventurarse en busca de chinchillas. Tantos días así, despejados, en pleno invierno, son un fenómeno excepcional en la cordillera andina. Por aquellas época, las bravías montañas son teatro, cada tarde, de copiosas nevadas y tempestades eléctricas, que se arman y se desarman por la acción encontrada de los vientos. A tales altitudes el termómetro salta del cero a los quince o veinte grados negativos, en pocos minutos, según la dirección que trae el huracán, más o menos saturado de agua. La atmósfera es, por lo común, tan seca, que el poncho del viajero se convierte allí en depósito de electricidad estática que suelta chispas detonantes al menor roce. Otro efecto de la sequedad es que allí nunca llueve, pues la humedad de las nubes, al precipitarse, pasa de golpe al estado sólido y se condensa en estrellitas de hielo. Semejantes condiciones climatéricas apenas permiten el desarrollo, más allá de los cuatro mil metros, de una fauna subterránea que son las chinchillas, y de una flora rampante, cuyas raíces, profundamente hundidas bajo el hielo, constituyem el principal alimento de los preciosos roedores.

 

Aquellos dos hombres, padre e hijo, vinieron de su lejano valle, en busca, al parecer, de sal, arreando una tropilla de burros. Cortaron a golpe de hacha, en la salina, un cargamento para sus bestias; pero no habían subido desprevenidos a la altiplanicie y traían además un winchester, con el que cobraron algunas piezas en los pasteaderos orientales del Cerro Blanco. Vino con ellos un peoncito, que a la sazón quedara cuidando la tropilla, la sal, las pieles y la carne de las vicuñas, en tanto que sus patrones escalaban la montaña llevando a cuestas un hurón amaestrado. El indio más joven subía cargando a la espalda un saco cilíndrico de cuero, que era la jaula del hurón. Los dos hombres iban totalmente forrados de pies a cabeza con sus prendas de lana y tenían puestas las antiparras y el chulo.

Subían despacio, echando los bofes a causa de la puna y del frío, y se afirmaban para evitar resbalones en unos cayados altos de palo de arca.

Hacia media tarde llegaron por fin a un campichuelo próximo a la cima, desprovisto a trechos de hielo y salpicado de ásperas rocas, donde encontraron las primeras chinchillas. Las vieron retozando al calorcito del sol y brincando a saltos cortos de peña en peña. Varias de ellas, erguidas sobre sus cuartos traseros, masticaban raicillas sosteniendo graciosamente el alimento a dos manos. Pero no bien los tímidos roedores notaron la presencia de los indios, desaparecieron en sus madrigueras. Inmediatamente el hurón fue largado por una cueva, en tanto que los hombres, requiriendo sus ponchos comenzaron a dar golpazos a los animalitos que salían chillando, desconcertados. El maldito hurón había sido tan bien enseñado ?primero con ratones y después con choschoris- que cobraba la pieza bajo tierra, y la sacaba a la luz sin estropear mayormente las admirables pieles.

La chinchilla real es un bicho frágil como una flor. Bajo su finísimo pelaje gris plateado se tocan, al cogerla, los delicados huesecillos. Se comprende, al palparla, que toda la energía vital del animalito se concentra en la piel, de incomparable suavidad. Esta piel es eficaz defensa contra el frío de las cumbres; como lo son, contra la rapacidad del hombre y del zorro, sus enemigos, las estrechas madrigueras; la altura casi inaccesible, los vientos furiosos y las nieves eternas. Pero la codicia de los hombres no tienen límites; y aquel día no cesó la matanza sino cuando los corazones, fatigados por el sorocho, estuvieron a punto de pararse, y cuando los dedos y las narices, congelados por el viento que arreciaba, empezaron a dolerles con ardor de quemaduras. Sólo entonces, medio desfallecientes, contaron su riqueza con ojos ávidos; habían pillado tres docenas de chinchillas reales. Un negocio estupendo, una verdadera fortuna para los santamarianos, que acababan de ganarse, arriesgando la vida, unos cuatro mil pesos nacionales.

III

A la misma hora, el Presbiterio, caballero en su mula iba aproximándose al filo del abra, que por ser la línea de las altas cumbres era la divisoria de la estancia. Desde aquel punto le sería fácil abarcar de un vistazo varias leguas de pampa, que en suave plano inclinado se ensanchaba hacia el oeste. Por todo aquel rumbo, el horizonte se esfumaba en deslumbrantes espejismos blancos. Eran los salares y borateras de Ratones y Hombre Muerto, que contienen incalculables yacimientos de mineral jamás explotado.

Pero el celador del cerro guardóse bien de mostrarse todavía sobre el filo mismo del abra. Momentos antes, divisando hacia el rumbo opuesto, había algunos cóndores que planeaban a gran altura, por sobre las vegas de los colorados, en terreno de Tacuil. Aquellos piratas del aire marcaban con precisión el campo donde los catamarqueños habían estado cazando; y allí descendían los cóndores, a disputar contra legiones de zorros hambrientos las entrañas de las reses faenadas el día anterior.

Empeñado en reconocer la verdadera posición de los cazadores, el Presbiterio echó pie a tierra y salió gateando al filo del abra. Sólo después de un rato de exploración alcanzó a distinguir el signo sospechoso: una humareda que a lo lejos, saliendo de unas rocas negras, denunciaba el campamento de los cuatreros. Aquellas rocas a flor de tierra, semejantes a un islote en medio de un mar helado, eran el único amparo que podía ofrecer la inmensa desolada altiplanicie. De entre ellas surgen los manantiales que forman el río de los Patos cuya corriente se pierde en los médanos, treinta leguas al sudeste.

Aunque las vicuñas fuesen casadas en Tacuil, el real catamarqueño hallábase en territorio nacional de modo que el daño estaba hecho y burlada por esta vez la vigilancia del precavido celador. El cual, tendido en tierra boca abajo, comenzó a considerar despacio la situación. Pensó que si los intrusos mantenían el real era porque debían andar merodeando en el Cerro Blanco, inaccesible por el lado de la Puna, y sólo practicable por las quebradas que caen a Tacuil. Y como la senda a Cerro Blanco pasa precisamente por el abra de Lampazo, el Presbiterio, queriendo corroborar sus sospechas, caminó a pie varias cuadras por entre despeñaderos y no tardó en hallar el rastro de las dos mulas que habían ido, pero que todavía no habían vuelto.

-Estos no tardan -se dijo-, éstos han salido esta madrugada en busca de las chinchillas. De chinchillas y no de vicuñas, porque no había rastro fresco de burros; pues si hubiesen ido a cazar vicuñas habrían llevado la tropilla de asnos para traer cargadas las reses.

-Los burros han pasado ayer pal campamento ?añadió Quispe, acabando de confirmar sus presunciones ante un montón de estiércol ya medio seco.

¿Qué iba a hacer él solito, contra dos hombres armados?

Bajar al valle y traer refuerzos era un disparate, pues la mula se le cansaría del todo; y cuando él estuviese de vuelta con otros arrenderos, ya los malandrines, que le hallarían el rastro, habrían puesto pies en polvorosa.

No había, pues, más remedio que apechugar la situación tal como se presentaba; por lo que escondió nuevamente la mula en una quebrada, a trasmano del camino, y parapetándose entre una rocas, se tendió de bruces con el arma lista, para vigilar la senda por donde esperaba ver aparecer de un momento a otro a los cuatreros.

Hundióse el sol entre obscuras nubes detrás de la enorme llanura blanca y un viento colosal arreciaba desde el oeste. Fue cuestión de pocos minutos: el horizonte se encapotó más y más, y comenzaron a rodar espesos nubarrones que con vertiginosa furia taparon la pampa, subieron hasta el abra y fueron a encallar contra los farallones nevados del Cerro Blanco. Caso en seguida se largó la nevada. Un rumor sordo, producidos por los remolinos y la nieve chocando contra la montaña, llenó los ámbitos desiertos. El Presbitero Quispe, conocedor de la cordillera, no se espantó. Buscó refugio al pie de un barranco donde el chubasco no castigaba y envuelto en su poncho, acurrucado en cuclillas, tiritando de frío, se dispuso a esperar. Con las primeras sombras de la noche disminuyó la violencia del huracán, y aunque seguía nevando, lo recio de la tormenta se había localizado, como siempre, sobre las vertientes orientales del Cerro Blanco.

De los cazadores de chinchillas no tenía ya que ocuparse. Ya los dioses vengativos de la montaña habrían dado buena cuenta de ellos. Era lo que había ocurrido en otras ocasiones a los audaces invasores de esas cumbres pobladas de espectros blancos, aquellos monstruos informes, que sacuden con terrible violencia sus ponchos inmaculados al borde de horrendos despeñaderos, y silbando por las mil fauces del huracán sepultan en hielo eterno los cuerpos de los miserables hombres.

Había llegado el momento de obrar.

Puestas las antiparras y calado el chulo -pasamontaña- agobiado por el peso de su puyo, el celador del cerro emprendió a pie la marcha, derecho al sitio donde había visto el humo del real catamarqueño. Conocía de hito en hito la región. Aunque no viese el camino, tapado con la nieve, su instinto de orientación lo conducía con certeza increíble hacia las penas negras.

De rato en rato un aletazo de viento y un turbión de nieve amenazaban con ahogarlo; pero el recio calchaquí, firme sobre sus piernas de algarrobo inclinaba el cuerpo y reanudaba la marcha, no sin haber apurado en cada tregua un sorbo de aguardiente. Y así llegó a las peñas negras donde halló al peoncito de los santamarianos hecho un ovillo. Se le arrimó, lo tocó en el hombro; el otro alzó la cabeza y encontró frente a sus narices el cañón del rémington.

Al amparo de las rocas, en un sitio donde no caía nieve, ardía con vivas llamaradas el fogón de yareta.

-¿Ande están los cueros?

-Ahí’stán, señor

-Y la carne, ¿dónde está?

 

-Ahí’stán, señor; tapadita con los cueros.

-¿Y la tropilla de burros?

-A trasmano han quedado, en buen abrigo.

-Bueno -dijo el Presbiterio-: ¡los cueros y la carne son robados!

-Así será, señor.

-Mañana temprano, si amanece despejao, me ayudás a llevar todo pa Tacuil. Y vos también caís preso por cuatrero. Yo soy autoridá ¡soy el celador del cerro!

-Así será, señor.

-Y decime: ya tus patrones se habrán helao en el cerro, ¿no?

-¡Así nomás hai’star, señor!

Y los dos enemigos, en la desolación de la pavorosa noche, se acurrucaron a dormir como dos hermanos junto al fogón de yareta.


***

Juan Carlos Dávalos.

De Los buscadores de Oro, 1928.

Tomado de 16 Cuentos Argentinos, Antología de Mignon Dominguez, 14 ed. Huemul Buenos Aires, 1979 pg 26 y ss.