
Yo
maté al Che
Víctor Montoya

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C uando me tocó la orden de eliminar
al Che, por decisión del alto mando militar boliviano, el miedo
se instaló en mi cuerpo como desarmándome por dentro. Comencé a
temblar de punta a punta y sentí ganas de orinarme en los
pantalones. A ratos, el miedo era tan grande que no atiné sino a
pensar en mi familia, en Dios y en la Virgen.
Sin embargo, debo reconocer que, desde que lo capturamos en la
quebrada del Yuro y lo trasladamos a La Higuera, le tenía
ojeriza y ganas de quitarle la vida. Así al menos tendría la
enorme satisfacción de que por fin, en mi carrera de suboficial,
dispararía contra un hombre importante después de haber gastado
demasiada pólvora en gallinazos.
El día que entré en el aula donde estaba el Che, sentado sobre
un banco, cabizbajo y la melena recortándole la cara, primero me
eché unos tragos para recobrar el coraje y luego cumplir con el
deber de enfriarle la sangre.
El Che, ni bien escuchó mis pasos acercándome a la puerta, se
puso de pie, levantó la cabeza y lanzó una mirada que me hizo
tambalear por un instante. Su aspecto era impactante, como la de
todo hombre carismático y temible; tenía las ropas raídas y el
semblante pálido por las privaciones de la vida en la guerrilla.
Una vez que lo tenía en el flanco, a escasos metros de mis ojos,
suspiré profundo y escupí al suelo, mientras un frío sudor
estalló en mi cuerpo. El Che, al verme nervioso, las manos
aferradas al fusil M-2 y las piernas en posición de tiro, me
habló serenamente y dijo: "Dispara. No temas. Apenas vas a matar
a un hombre".
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Su voz, enronquecida por el tabaco y el asma, me golpeó en los
oídos, al tiempo que sus palabras me provocaron una rara
sensación de odio, duda y compasión. No entendía cómo un
prisionero, además de esperar con tranquilidad la hora de su
muerte, podía calmar los ánimos de su asesino.
Levanté el fusil a la altura del pecho y, acaso sin apuntar el
cañón, disparé la primera ráfaga que le destrozó las piernas y
lo dobló en dos, sin quejidos, antes de que la segunda ráfaga lo
tumbara entre los bancos desvencijados, los labios
entreabiertos, como a punto de decirme algo, y los ojos
mirándome todavía desde el otro lado de la vida.
Cumplida la orden, y mientras la sangre cundía en la tierra
apisonada, salí del aula dejando la puerta abierta a mis
espaldas. El estampido de los tiros se apoderó de mi mente y el
alcohol corría por mis venas. Mi cuerpo temblaba bajo el
uniforme de verde olivo y mi camisa moteada se impregnó de
miedo, sudor y pólvora.
Desde entonces han pasado muchos años, pero yo recuerdo el
episodio como si fuera ayer. Lo veo al Che con la pinta
impresionante, la barba salvaje, la melena ensortijada y los
ojos grandes y claros como la inmensidad de su alma.
La ejecución del Che fue la zoncera más grave en mi vida y, como
comprenderán, no me siento bien, ni a sol ni a sombra. Soy un
vil asesino, un miserable sin perdón, un ser incapaz de gritar
con orgullo: "¡Yo maté al Che!". Nadie me lo creería, ni
siquiera los amigos, quienes se burlarían de mi falsa valentía,
replicándome que el Che no ha muerto, que está más vivo que
nunca.
Lo peor es que cada 9 de octubre, apenas despierto de esta
horrible pesadilla, mis hijos me recuerdan que el Che de
América, a quien creía haberlo matado en la escuelita de La
Higuera, es una llama encendida en el corazón de la gente,
porque correspondía a esa categoría de hombres cuya muerte les
da más vida de la que tenían en vida.
De haber sabido esto, a la luz de la historia y la experiencia,
me hubiese negado a disparar contra el Che, así hubiera tenido
que pagar el precio de la "traición a la patria" con mi vida.
Pero ya es tarde, demasiado tarde...
A veces, de sólo escuchar su nombre, siento que el cielo se me
viene encima y el mundo se hunde a mis pies precipitándose en un
abismo. Otras veces, como me sucede ahora, no puedo seguir
escribiendo; los dedos se me crispan, el corazón me golpea por
dentro y los recuerdos me remuerden la conciencia, como
gritándome desde el fondo de mí mismo: "¡Asesino!".
Por eso les pido a ustedes terminar este relato, pues cualquiera
que sea el final, sabrán que la muerte moral es más dolorosa que
la muerte física y que el hombre que de veras murió en La
Higuera no fue el Che, sino yo, un simple sargento del ejército
boliviano, cuyo único mérito -si acaso puede llamarse mérito- es
haber disparado contra la inmortalidad.
Víctor Montoya
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