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Es sábado. Son las tres de la
tarde y recién llegué de la peluquería. Pero no le puedo
mentir al espejo, allí están esos ojos verdes
escudriñándome, espiando, juzgando. ¿Qué tienen contra
mí? ¿Por qué ese brillo desafiante? ¿Por qué estoy sola?
¿Por qué nadie ha llamado y yo no me resolví a discar
sus números para no dejar que descubran el dolor en el
tono de mi voz?
¿Reclamarles? ¿A título de qué?
Cada cual tiene su propio drama personal que me ha
contado con pelos y señales. Horas escuchándolos.
Pensando con ellos respuestas, estrategias, opciones,
posibilidades. Desenredando las madejas hasta dar con la
punta del ovillo.
Atendiendo el teléfono a las tres de la madrugada sin
exclamar "¡no puedo pensar bien con tanto sueño, mejor
mañana, ¿si?!". No puedo echarte nada en cara, ¿amiga?
Me avergüenza hacer la lista de las cosas que hice por
ti, de las veces que me tragué el orgullo y algunas
verdades recalcitrantes por no herirte.
La última persona que se quedó frente a mí dos horas en
una noche de desesperación y llanto fue Cybil Shepard,
tan bella y bien vestida.
Yo, en camisón, ella con un traje de seda pespunteado,
fumando con boquilla de plata en una película que ya ni
recuerdo de qué se trataba. Pero me hizo bien verla.
Ella ni sabe que existo. Pero me hizo bien.
Gracias, Cybil, por tu compañía. ¿No me pasarías tu
dieta?
Viéndote me dan ganas de bajar de peso. Mirá, tengo bien
el pelo, pero la ropa me queda ajustada y eso me retiene
en casa. No creas que es la única causa. De todos modos
nadie me ha invitado hoy y nadie, excepto yo, sabe lo de
la ropa… El amor es un estado extremo. Y la soledad
también.
Cybil, no me pidas que vaya a tomar un café a una
confitería repleta de gente.
No puedo hacerlo. Estoy como paralizada. Pero tú puedes
venir a mi casa y te prepararé el café más rico del
mundo. No querrás, como mis "amigas" ir a ponerte en
vidriera y "echar las penas del alma" frente a un montón
de personas que crean un telón de murmullos y sonidos
que ahogan las confidencias.
Generalmente… sus confidencias, porque tengo poder de
síntesis para contar los hechos, pero ellas no… ellas se
explayan largo, larguísimo y usan mis orejas y mi
corazón para llenarlos con sus quejidos. De modo que nos
encontramos para "acompañarnos" y la cuestión se torna
diferente: yo, Anita la Huerfanita, termino consolando y
aconsejando y ayudando a la directora del asilo.
Y se fijan en tonterías que para mí ya "fueron": si
llamé yo o llamaron ellas, si… Pavadas. Cuando querés a
alguien arremetés sin hacer cálculos: "Te llamo para
decirte que te quiero mucho", como dijo José Rubinstein
hace unos años, cuando la gente todavía no sabía que
expresar así el cariño es más hermoso que un ramito de
flores en el día de la primavera.
José: nunca me reprochaste nada. Siempre sonreíste al
encontrarnos.
Y Juan Manuel cantándome "Usted es la culpable" y
recitando de memoria frases de mis cuentos.
Y Kevin, trayéndome un nido de colibrí del tamaño de un
dedal, que sólo él podía haber descubierto abandonado en
un cerco.
Y Blasi, que jamás le acertaba la ceniza al cenicero,
pero tenía buena puntería para dejar caer su compañía en
el cuore.
Y Susy y María Eugenia, inalterables como el acero
inoxidable…
¿Pero, a dónde los llamo si ya brillan de noche en el
cielo de raso, allá donde, desde que era chiquita, me
enseñaron que están los que se fueron, y nos miran desde
las estrellas? |