Cuatro estudiantes
Cuento popular Español
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Había
una vez cuatro estudiantes que no tenían nada que comer.
Llevaban gastado todo lo que les enviaban sus padres y
no veían cómo salir del apuro. Hasta que uno de ellos,
después de cerrar los ojos y darse una palmada en la
frente, exclamó: -Como esto lo hemos de solucionar entre
todos, si vosotros también traéis algo, yo me encargo de
la carne. -muy bien, muy bien -dijeron los demás. -Pues
yo buscaré el pan -propuso el segundo. Y dijo el
tercero: -De acuerdo, el vino me toca mí. -Perfectamente
-concluyó el cuarto-. Sólo nos falta una fonda donde nos
preparen la comida. Está visto que ése es el trabajo que
me corresponde a mí. Y pusieron manos a la obra.
El que había ofrecido la carne se escondió en el palacio
del obispo, y cuando pasaba por delante de la puerta un
vendedor de pavos, salió al paso de éste y le dijo muy
serio: -Oiga usted, me encarga el señor obispo que haga
el favor de escogerle un par de pavos ahora mismo. El
vendedor, muy contento, buscó los dos mejores pavos que
tenía y se los entregó haciéndole una reverencia.
-Magnífico -comento el estudiante, después de
observarlos detenidamente-. Creo que el obispo quedará
satisfecho. Cuando acabe la misa enviará a alguien para
pagárselos. Y se marchó tranquilamente con los pavos.
Entonces, el que había propuesto buscar el pan se puso
una peluca roja que siempre guardaba en su bolsa, y se
fue a una fonda. Allí pidió a la dueña que le prestase
una cesta y se presentó con ella en la panadería. Al
salir el panadero, que iba haciendo guiños porque se le
había metido harina en los ojos, el estudiante se puso a
gritar: -¿Se puede saber por qué no tiene ya preparado
el pan que necesita la patrona de la fonda? A ver si me
lo pone aquí en seguida. -Bueno, hombre, no se enfade.
No tardaré ni un minuto en tenerlo -dijo el panadero. Al
cabo de un momento, éste le dio lo que pedía, pero al
ver que el de la cesta se iba rápidamente con el pan,
sin hacer el menor gesto de pagar, salió corriendo
detrás de él diciendo: -¡Oiga oiga! Espere un momento.
Que el pan vale dinero.
El estudiante se escondió al doblar la esquina, disimuló
la cesta en un rincón y se quitó la peluca. Y cuando
llegó el panadero, sonrió amablemente, viendo que este
decía: -Perdone Usted que le haya confundido con un
granuja pelirrojo que no sé dónde se habrá metido. |
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Pasado el peligro, el estudiante sacó el pan
de la cesta, se fue a buscar a sus
compañeros y, reunidos ya todos, se
dirigieron a la fonda. Allí, el que había
hablado e n cuarto lugar encargó que le
preparasen una buena comida, después de
entregar sus provisiones y de ver cómo el
tercero escogía una botella del mejor vino.
Comieron luego alegremente hasta no dejar
nada en los platos y, acabado el banquete,
pidieron la cuenta; pero cuando la patrona
se la trajo, dijo uno de ellos: -No os
molestéis, que voy a pagar yo. -De ningún
modo -intervino el que estaba a su lado-. No
lo puedo consentir. Seré yo quien pague. -No
faltaría más -protestó otro.
Y
antes de que hablase el que aún no había
dicho nada, empezaron a reñir como locos y a
dedicarse los peores insultos. Por fin, el
que había quedado en silencio levantó los
brazos y propuso lo siguiente: -Si os parece
bien, le taparemos los ojos a la patrona y
el que ella coja pagará la comida.
Como ésta no tuvo inconveniente, y además lo
encontró muy divertido, le vendaron los
ojos, y luego, sin hacer el menor ruido,
salieron uno a uno de la fonda. Cuando ya no
quedaba nadie entró el dueño, y su mujer,
oyendo pasos, lo cogió por los brazos,
diciendo: -Ya te tengo. ¡Tú pagas! El
marido, que se había dado cuenta de lo
ocurrido, contestó: -Ya lo creo que pagaré.
Pero será porque te han tomado el pelo
viéndote cara de tonta. Pasó el tiempo, y un
día, el dueño de la fonda se topó con uno de
los estudiantes y, tirándole de la manga, le
dijo: -Oye, amigo; tú eres uno de los que
hicisteis trabajar a mi mujer y os
marchasteis luego como si tal cosa. A ver si
me paga de una vez. -Sí, sí -respondió el
estudiante-. Pero ahora no están aquí mis
compañeros y no voy a pagarlo yo todo. --¿Y
eso qué tiene que ver? Si no están los
demás, tendrás que pagar tú por ellos. Y
como el estudiante seguía resistiéndose, el
amo de la fonda le amenazó con llevarle ante
el juez. -Está bien, está bien -dijo el
joven-. Ahora que ¿cómo voy a presentarme
así ante el juez? ¿No ves que estoy en
mangas de camisa? -Eso no tiene importancia
-replicó el otro-. Yo te presto mi capa, y
asunto concluido.
Efectivamente, el dueño de la fonda le
cubrió con su capa para que el juez no
pudiese hablar de falta de respeto. Y se
fueron a verle. Ya en presencia de éste,
empezó la reclamación: -Señor juez, este
chico comió en mi casa con otros tres hace
unos meses, y luego se marcharon todos sin
pagar, engañaron a mi mujer. Y ahora dice
que si no vienen los otros, él no suelta un
real. El juez, dirigiéndose al estudiante,
le preguntó: -¿Y tú qué tienes que decir a
esto? -Pues que está completamente loco.
Mientras no le dé por decir también que esta
capa es suya... -¡Toma, claro que es mía
-protestó el de la fonda-. Como que se la
acabo de prestar. -¿Ah, sí? -dijo el juez
levantando las cejas-. ¿De modo que el
estudiante te debe una comida y tú, encima,
le prestas tu capa? ¿Y aún quieres que te
creas? Anda, anda; ve con Dios y no me hagas
perder más tiempo.
La sentencia del juez nos explica por qué el
dueño de la fonda, teniendo ya una capa,
tuvo que comprarse otra, y por qué nunca más
se atrevió a llamarle tonta a su mujer.
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