Yo soy
hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané
el rincón más cercano a la puerta. Pero
Flores bajó la vista y se hizo el
desentendido.
-Hay que saber perder -dijo Zúñiga
sentenciosamente, poniendo un billetito de
cinco en la mesa. Y añadió con retintín-:
Total, venimos a divertirnos.
-¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado,
uno de los de afuera.
Flores lo midió de arriba abajo.
-¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.
Después he tratado de recordar el lugar que
ocupaba cada uno antes de que empezara el
alboroto. Flores estaba lejos de la puerta,
contra la pared del fondo. A la izquierda,
por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al
frente, separado de él por el ancho de la
mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando
Pereyra se levantó dos o tres más hicieron
lo mismo. Yo me figuré que sería por el
interés del juego, pero después vi que
Pereyra tenía la vista clavada en las manos
de Flores. Los demás miraban el paño verde
donde iban a caer los dados, pero él sólo
miraba las manos de Flores.
El montoncito de las apuestas fue creciendo:
había billetes de todos tamaños y hasta
algunas monedas que puso uno de los de
afuera. Flores parecía vacilar. Por fin
largó los dados. Pereyra no los miraba.
Tenía siempre los ojos en las manos de
Flores.
-El cuatro -cantó alguno.
En aquel momento, no sé por qué, recordé los
pases que había echado Flores: el 4, el 8,
el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora
buscaba otra vez el 4.
El sótano estaba lleno del humo de los
cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que
le trajera un café, y el otro se marchó
rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente
mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado
a la pared, un borracho despertaba de tanto
en tanto y decía con voz pastosa:
-¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a
quedar dormido.
Los dados sonaban en el cubilete y rodaban
sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban
tras ellos. Por fin alguien exclamó:
-¡El cuatro!
En aquel momento agaché la cabeza para
encender un cigarrillo. Encima de la mesa
había una lamparita eléctrica, con una
pantalla verde. Yo no vi el brazo que la
hizo añicos. El sótano quedó a oscuras.
Después se oyó el balazo.
Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé
para mis adentros: "Pobre Flores, era
demasiada suerte". Sentí que algo venía
rodando y me tocaba en la mano. Era un dado.
Tanteando en la oscuridad, encontré el
compañero.
En medio del desbande, alguien se acordó de
los tubos fluorescentes del techo. Pero
cuando los encendieron, no era Flores el
muerto. Renato Flores seguía parado con el
cubilete en la mano, en la misma posición de
antes. A su izquierda, doblado en su silla,
Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
"Le erraron a Flores", pensé en el primer
momento, "y le pegaron al otro. No hay nada
que hacerle, esta noche está de suerte."
Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron
sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez
(que había bajado con el café) no quiso que
lo pusieran sobre la mesa de billar para que
no le mancharan el paño. De todas maneras ya
no había nada que hacer.
Me acerqué a la mesa y vi que los dados
marcaban el 7. Entre ellos había un revólver
48.
Como quien no quiere la cosa, agarré para el
lado de la puerta y subí despacio la
escalera. Cuando salí a la calle había
muchos curiosos y un milico que doblaba
corriendo la esquina.
Aquella misma noche me acordé de los dados,
que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser
distraído!-, y me puse a jugar solo, por
puro gusto. Estuve media hora sin sacar un
7. Los miré bien y vi que faltaban unos
números y sobraban otros. Uno de los
"chivos" tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos
en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y
el 1. Con aquellos dados no se podía perder.
No se podía perder en el primer tiro, porque
no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que
en la primera mano son perdedores. Y no se
podía perder en los demás porque no se podía
sacar el 7, que es el número perdedor
después de la primera mano. Recordé que
Flores había echado siete pases seguidos, y
casi todos con números difíciles: el 4, el
8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo
último había sacado otra vez el 4. Ni una
sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o
cincuenta veces que habría tirado los dados
no había sacado un solo 7, que es el número
más salidor.
Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados
de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que
era el último número que había sacado.
Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un
1.
Al día siguiente extravié los dados y me
establecí en otro barrio. Si me buscaron, no
sé; por un tiempo no supe nada más del
asunto. Una tarde me enteré por los diarios
que Pereyra había confesado. Al parecer, se
había dado cuenta de que Flores hacía
trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque
acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo
sabía que era mal perdedor. En aquella racha
de Flores se le habían ido más de tres mil
pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la
oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a
Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo
también había pensado en el primer momento.
Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo
al juez que lo habían hecho confesar a la
fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es
fácil errar un tiro en la oscuridad, pero
Flores estaba frente a él, mientras que
Zúñiga estaba a un costado, y la distancia
no habrá sido mayor de un metro. Un detalle
lo favoreció: los vidrios rotos de la
lamparita eléctrica del sótano estaban
detrás de él. Si hubiera sido él quien dio
el manotazo -dijeron- los vidrios habrían
caído del otro lado de la mesa de billar,
donde estaban Flores y Zúñiga.
El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al
que pegó el manotazo a la lámpara, porque
estaban todos inclinados sobre los dados. Y
si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que
podía haberlo visto, en aquel momento agaché
la cabeza para encender un cigarrillo, que
no llegué a encender. No se encontraron
huellas en el revólver, ni se pudo averiguar
quién era el dueño. Cualquiera de los que
estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o
nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
Yo no sé quién habrá sido el que lo mató.
Quien más quien menos tenía alguna cuenta
que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle
sucio a alguien en una mesa de pase inglés,
me sentaría a su izquierda, y al perder yo,
cambiaría los dados legítimos por un par de
aquellos que encontré en el suelo, los
metería en el cubilete y se los pasaría al
candidato. El hombre ganaría una vez y se
pondría contento. Ganaría dos veces, tres
veces... y seguiría ganando. Por difícil que
fuera el número que sacara de entrada, lo
repetiría siempre antes de que saliera el 7.
Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque
con esos dados no se puede perder.
Claro que yo no esperaría a ver el
resultado. Me iría a dormir, y al día
siguiente me enteraría por los diarios.
¡Vaya usted a echar diez o quince pases en
semejante compañía! Es bueno tener un poco
de suerte; tener demasiada no conviene, y
ayudar a la suerte es peligroso...
Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo
mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en
defensa propia. Lo mató para que Pereyra o
cualquiera de los otros no lo mataran a él.
Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez-
le había puesto los dados falsos en el
cubilete, lo había condenado a ganar toda la
noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había
condenado a que lo mataran, o a dar una
explicación humillante en la que nadie
creería.
Flores tardó en darse cuenta; al principio
creyó que era pura suerte; después se
intranquilizó; y cuando comprendió la treta
de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba
y no le quitaba la vista de las manos, para
ver si volvía a cambiar los dados,
comprendió que no le quedaba más que un
camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le
pidió que le trajera un café. Esperó el
momento. El momento era cuando volviera a
salir el 4, como fatalmente tenía que salir,
y cuando todos se inclinaran instintivamente
sobre los dados.
Entonces rompió la bombita eléctrica con un
golpe del cubilete, sacó el revólver con
aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a
Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró
los "chivos" y los tiró al suelo. No había
tiempo para más. No le convenía que se
comprobara que había estado haciendo trampa,
aunque fuera sin saberlo. Después metió la
mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los
dados legítimos, que el otro había sacado
del cubilete, y cuando ya empezaban a
parpadear los tubos fluorescentes, los tiró
sobre la mesa.
Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como
una casa, que es el número más salidor...
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