Diecisiete Ingleses envenenados
Gabriel García Márquez

|
Lo
primero que notó la señora Prudencia Linero cuando llegó
al puerto de Nápoles, fue que tenía el mismo olor del
puerto de Riohacha. No se lo contó a nadie, por
supuesto, pues nadie lo hubiera entendido en aquel
trasatlántico senil atiborrado de italianos de Buenos
Aires que volvían a la patria por primera vez después de
la guerra, pero de todos modos se sintió menos sola,
menos asustada y distante, a los setenta y dos años de
su edad y a dieciocho días de mala mar de su gente y de
su casa.
Desde el amanecer se habían visto las luces de tierra.
Los pasajeros se levantaron más temprano que siempre,
vestidos con ropas nuevas y con el corazón oprimido por
la incertidumbre del desembarco, de modo que aquel
último domingo de a bordo pareció ser el único de verdad
en todo el viaje. La señora Prudencia Linero fue una de
las muy pocas que asistieron a la misa.
A diferencia de los días anteriores en que andaba por el
barco vestida de medio luto, se había puesto para
desembarcar una túnica parda de lienzo basto con el
cordón de San Francisco en la cintura, y unas sandalias
de cuero crudo que sólo por ser demasiado nuevas no
parecían de peregrino. Era un pago adelantado: había
prometido a Dios llevar ese hábito talar hasta la muerte
si le concedía la gracia de viajar a Roma para ver al
Sumo Pontífice, y ya daba la gracia por concedida.
Al final de la misa encendió una vela al Espíritu Santo
por el valor que le infundió para soportar los
temporales del Caribe, y rezó una oración por cada uno
de los nueve hijos y los catorce nietos que en aquel
momento soñaban con ella en la noche de vientos de
Riohacha.
Cuando subió a cubierta después del desayuno, la vida
del barco había cambiado. Los equipajes estaban
amontonados en la sala de baile, entre toda clase de
objetos para turistas comprados por los italianos en los
mercados de magia de las Antillas, y en el mostrador de
la cantina había un macaco de Pernambuco dentro de una
jaula de encajes de hierro. Era una mañana radiante de
principios de agosto. Un domingo ejemplar de aquellos
veranos de después de la guerra en que la luz se
comportaba como una revelación de cada día, y el barco
enorme se movía muy despacio, con resuellos de enfermo,
por un estanque diáfano.
|
|
La fortaleza tenebrosa de los
duques de Anjou apenas si empezaba a vislumbrarse en el
horizonte, pero los pasajeros asomados a la borda creían
reconocer los sitios familiares, y los señalaban sin verlos a
ciencia cierta, gritando de júbilo en dialectos meridionales. La
señora Prudencia Linero, que había hecho tantos amigos viejos a
bordo, que había cuidado niños mientras sus padres bailaban y
hasta le había cosido un botón de la guerrera al primer oficial,
los encontró de pronto ajenos, distintos.
El espíritu social y el calor humano que le permitieron
sobrevivir a las primeras nostalgias en el sopor del trópico,
habían desaparecido. Los amores eternos de altamar terminaban a
la vista del puerto. La señora Prudencia Linero, que no conocía
la naturaleza voluble de los italianos, pensó que el mal no
estaba en el corazón de los otros sino en el suyo, por ser ella
la única que iba entre la muchedumbre que regresaba.
Así deben ser todos los viajes, pensó, padeciendo por primera
vez en su vida la punzada de ser forastera, mientras contemplaba
desde la borda los vestigios de tantos mundos extinguidos en el
fondo del agua. De pronto, una muchacha muy bella que estaba a
su lado la asustó con un grito de horror.
—Mamma mía —dijo, señalando el fondo—. Miren ahí.
Era un ahogado. La señora Prudencia Linero lo vio flotando
bocarriba entre dos aguas, y era un hombre maduro y calvo con
una rara prestancia natural, y sus ojos abiertos y alegres
tenían el mismo color del cielo al amanecer. Llevaba un traje de
etiqueta con chaleco de brocado, botines de charol y una
gardenia viva en la solapa. En la mano derecha tenía un
paquetito cúbico envuelto en papel de regalo, y los dedos de
hierro lívido estaban agarrotados en la cinta del lazo, que era
lo único que encontró para agarrarse en el instante de morir.
—Debió caerse de una boda —dijo un oficial del barco—. Sucede
mucho en verano por estas aguas.
Fue una visión instantánea, porque entonces estaban entrando en
la bahía y otros motivos menos lúgubres distrajeron la atención
de los pasajeros. Pero la señora Prudencia Linero siguió
pensando en el ahogado, el pobrecito ahogado, cuya levita de
faldones ondulaba en la estela del barco.
Tan pronto como entró en la bahía, un remolcador decrépito salió
al encuentro del barco y se lo llevó de cabestro por entre los
escombros de numerosas naves militares destruidas durante la
guerra. El agua se iba convirtiendo en aceite a medida que el
barco se abría paso entre los escombros oxidados, y el calor se
hizo aun más bravo que el de Riohacha a las dos de la tarde. Al
otro lado del desfiladero, radiante en el sol de las once,
apareció de pronto la ciudad completa de palacios quiméricos y
viejas barracas de colores apelotonados en las colinas. Del
fondo removido se levantó entonces una tufarada insoportable que
la señora Prudencia Linares reconoció como el aliento de
cangrejos podridos del patio de su casa.
Mientras duró la maniobra los pasajeros reconocían a sus
parientes con aspavientos de gozo en el tumulto del muelle. La
mayoría eran patronas otoñales de pechugas flamantes, sofocadas
dentro de los trajes de luto, con los niños más bellos y
numerosos de la tierra, maridos pequeños y diligentes, del
género inmortal de los que leen el periódico después que sus
esposas y se visten de escribanos estrictos a pesar del calor.
En medio de aquella algarabía de feria, un hombre muy viejo de
aspecto inconsolable, sobretodo de mendigo, se sacaba a dos
manos de los bolsillos puñados y puñados de pollitos tiernos. En
un instante llenaron el muelle, piando enloquecidos por todas
las
partes, y sólo por ser animales de magia había muchos que
seguían corriendo vivos después de ser pisoteados por la
muchedumbre ajena al prodigio. El mago había puesto su sombrero
bocarriba en el piso, pero nadie le tiró desde la borda ni una
moneda de caridad.
Fascinada por el espectáculo de maravilla que parecía ejecutado
en su honor, pues sólo ella lo agradecía, la señora Prudencia
Lineros no se dio cuenta de en que momento tendieron la
pasarela, y una avalancha humana invadió el barco con los
aullidos y el ímpetu de un abordaje de bucaneros. Aturdida por
el júbilo del tufo de cebollas rancias de tantas familias en
verano, vapuleada por las cuadrillas de cargadores que se
disputaban a golpes los equipajes, se sintió amenazada por la
misma muerte sin gloria de los políticos en el muelle.
Entonces se sentó sobre su baúl de madera con esquinas de latón
pintado, y permaneció impávida rezando en un círculo vicioso de
oraciones contra las tentaciones y peligros en tierras de
infieles. Allí la encontró el primer oficial cuando pasó el
cataclismo y no quedó nadie más que ella en el salón
desmantelado.
—Nadie debe estar aquí a esta hora —le dijo el oficial con
cierta amabilidad—. ¿Puedo ayudarla en algo?
—Tengo que esperar al cónsul —dijo ella—.
Así era. Dos días antes de zarpar, su hijo mayor le había
mandado un telegrama al cónsul en Nápoles, que era amigo suyo,
para rogarle que la esperara en el puerto y la ayudara en los
trámites para seguir a Roma. Le había mandado el nombre del
barco y la hora de llegada, y le indicó además que podía
reconocerla por el hábito de San Francisco que se pondría para
desembarcar.
Ella se mostró tan estricta en sus leyes, que el primer oficial
le permitió esperar un rato más, a pesar de que iba a ser la
hora en que almorzaba la tripulación y habían subido las sillas
sobre las mesas y estaban lavando las cubiertas a baldazos.
Varias veces tuvieron que mover el baúl para no mojarlo, pero
ella cambiaba de lugar sin inmutarse, sin interrumpir las
oraciones, hasta que la sacaron de las salas de recreo y terminó
sentada a pleno sol entre los botes de salvamento.
Allí volvió a encontrarla el primer oficial un poco antes de las
dos de la tarde, ahogándose en sudor dentro de la escafandra de
penitente, y rezando un rosario sin esperanzas, porque estaba
aterrorizada y triste y soportaba a duras penas las ganas de
llorar.
—Es inútil que siga rezando —dijo el oficial, sin la amabilidad
de la primera vez—. Hasta Dios se va de vacaciones en agosto.
Le explicó que media Italia estaba en la playa por esa época,
sobre todo los domingos. Era probable que el cónsul no estuviera
de vacaciones, por la índole de su cargo, pero con seguridad no
abriría la oficina hasta el lunes. Lo único razonable era ir a
un hotel, descansar tranquila esa noche, y al día siguiente
llamar por teléfono al consulado, cuyo número estaba sin duda en
el directorio.
De modo que la señora Prudencia Linero tuvo que conformarse con
ese criterio, y el oficial la ayudó en los trámites de
inmigración y aduana y del cambio de dinero, y la puso dentro de
un taxi con la indicación azarosa de que la llevaran a un hotel
decente.
El taxi decrépito con rezagos de carroza fúnebre avanzaba dando
tumbos por las calles desiertas. La señora Prudencia Linero
pensó por un instante que el conductor y ella eran los únicos
seres vivos en una ciudad de fantasmas colgados en alambres en
medio de la calle, pero también pensó que un hombre que hablaba
tanto, y con tanta pasión, no podía tener tiempo para hacerle
daño a una pobre mujer sola que había desafiado los riesgos del
océano para ver al Papa.
Al final del laberinto de calles volvía a verse el mar. El taxi
siguió dando tumbos a lo largo de una playa ardiente y solitaria
donde había numerosos hoteles pequeños de colores intensos. Pero
no se detuvo en ninguno de ellos sino que fue directo al menos
vistoso, situado en un jardín público con grandes palmeras y
bancos verdes. El chofer puso el baúl en la acera sombreada y,
ante la incertidumbre de la señora Prudencia Linero, le aseguró
que aquél era el hotel más decente de Nápoles.
Un maletero hermoso y amable se echó el baúl al hombro y se hizo
cargo de ella. La condujo hasta el ascensor de redes metálicas
improvisado en el hueco de la escalera, y empezó a cantar un
aria de Puccini a plena voz y con una determinación alarmante.
Era un vetusto edificio de nueve pisos restaurados, en cada uno
de los cuales había un hotel diferente. La señora Prudencia
Linero se sintió de pronto en un instante alucinado, metida en
una jaula de gallinas que subía muy despacio por el centro de
una escalera de mármoles estentóreos, y sorprendía a la gente
dentro de las casas con sus dudas más íntimas, con sus
calzoncillos rotos y sus eructos ácidos.
En el tercer piso el ascensor se detuvo con un sobresalto, y
entonces el maletero dejó de cantar, abrió la puerta de rombos
plegadizos y le indicó a la señora Prudencia Linero, con una
reverencia galante, que estaba en su casa. Ella vio un
adolescente lánguido detrás de un mostrador de madera con
incrustaciones de vidrios de colores en el vestíbulo y plantas
de sombra en macetas de cobre. Le gustó de inmediato, porque
tenía los mismos bucles de serafín de su nieto menor. Le gustó
el
nombre del hotel con las letras grabadas en una placa de bronce,
le gustó el olor de ácido fénico, le gustaron los helechos
colgados, el silencio, las lises de oro del papel de las
paredes.
Después dio un paso fuera del ascensor, y el corazón se le
encogió. Un grupo de turistas ingleses de pantalones cortos y
sandalias de playa dormitaban en una larga fila de poltronas de
espera. Eran diecisiete, y estaban sentados en un orden
simétrico, como si fueran uno solo muchas veces repetido en una
galería de espejos. La señora Prudencia Linero los vio sin
distinguirlos, con un solo golpe de vista, y lo único que le
impresionó fue la larga hilera de rodillas rosadas, que parecían
presas de cerdo colgadas en los ganchos de una carnicería. No
dio un paso más hacia el mostrador, sino que retrocedió
sobrecogida y entró de nuevo en el ascensor.
—Vamos a otro piso —dijo—.
—Este es el único que tiene comedor, signora —dijo el cargador—.
—No importa —dijo ella—.
El cargador hizo un gesto de conformidad, cerró el ascensor, y
cantó el pedazo que le faltaba de la canción hasta el hotel del
quinto piso. Allí todo parecía menos estricto, y la dueña era
una matrona primaveral que hablaba un castellano fácil, y nadie
hacía la siesta en las poltronas del vestíbulo. No había
comedor, en efecto, pero el hotel tenía un acuerdo con una fonda
cercana para que sirviera a los clientes por un precio especial.
De modo que la señora Prudencia Linero decidió que sí, que se
quedaba por una noche, tan convencida por la elocuencia y la
simpatía de la dueña como por el alivio de que no hubiera ningún
inglés de rodillas rosadas durmiendo en el vestíbulo.
El dormitorio tenía las persianas cerradas a las dos de la
tarde, y la penumbra conservaba la frescura y el silencio de una
floresta recóndita, y era bueno para llorar. No bien se quedó
sola, la señora Prudencia Linero pasó los dos cerrojos, y orinó
por primera vez desde la mañana con un desagüe tenue y difícil
que le permitió recobrar su identidad perdida durante el viaje.
Después se quitó las sandalias y el cordón del hábito y se
tendió del lado del corazón sobre la cama matrimonial demasiado
ancha y demasiado sola para ella sola, y soltó el otro manantial
de sus lágrimas atrasadas.
No sólo era la primera vez que salía de Riohacha, sino una de
las pocas en que salió de su casa después de que sus hijos se
casaron y se fueron, y ella se quedó sola con dos indias
descalzas cuidando del cuerpo sin alma de su esposo. Se le acabó
la mitad de la vida en el dormitorio frente a los escombros del
único hombre que había amado, y que permaneció en el letargo
durante casi treinta años, tendido en la cama de sus amores
juveniles sobre un colchón de cueros de chivo.
En el octubre pasado, el enfermo abrió los ojos en una ráfaga
súbita de lucidez, reconoció a su gente y pidió que llamaran un
fotógrafo. Llevaron al viejo del parque con el enorme aparato de
fuelle y manga negra, y el platón de magnesio para las fotos
domésticas. El mismo enfermo dirigió las fotos. «Una para
Prudencia, por el amor y la felicidad que me dio en la vida»,
dijo. La tomaron con el primer fogonazo de magnesio. «Ahora
otras dos para mis hijas adoradas, Prudencita y Natalia», dijo.
Las tomaron. «Otras dos para mis hijos varones, ejemplos de la
familia por su cariño y su buen juicio», dijo. Y así hasta que
se acabó el papel y el fotógrafo tuvo que ir a su casa a
reabastecerse.
A las cuatro de la tarde, cuando ya no se podía respirar en el
dormitorio por la humareda de magnesio y el tumulto de
parientes, amigos y conocidos que acudieron a recibir sus copias
del retrato, el inválido empezó a desvanecerse en la cama, y se
fue despidiendo de todos con adioses de la mano, como borrándose
del mundo en la baranda de un barco.
Su muerte no fue para la viuda el alivio que todos esperaban. Al
contrario, quedó tan afligida, que sus hijos se reunieron para
preguntarle cómo podrían consolarla, y ella les contestó que no
quería nada más que ir a Roma a conocer al Papa.
—Me voy sola y con el hábito de San Francisco —les advirtió—. Es
una manda.
Lo único grato que le quedó de aquellos años de vigilia fue el
placer de llorar. En el barco, mientras tuvo que compartir el
camarote con dos hermanas clarisas que se quedaron en Marsella,
se demoraba en el baño para llorar sin ser vista. De modo que el
cuarto del hotel de Nápoles fue el único lugar propicio que
había encontrado para llorar a gusto desde que salió de
Riohacha. Y habría llorado hasta el día siguiente cuando saliera
el tren de Roma, de no haber sido porque la dueña le tocó la
puerta a las siete para avisarle que si no llegaba a tiempo a la
fonda se quedaría sin comer.
El empleado del hotel la acompañó. Una brisa fresca había
empezado a soplar desde el mar, y todavía quedaban algunos
bañistas en la playa bajo el sol pálido de las siete. La señora
Prudencia Linero siguió al empleado por el vericueto de calles
empinadas y estrechas que apenas empezaban a despertar de la
siesta del domingo, y se encontró de pronto bajo una pérgola
umbría, donde había mesas para comer con manteles de cuadritos
rojos y frascos de encurtidos improvisados como floreros con
flores de papel.
Los únicos comensales a esa hora temprana eran los propios
sirvientes, y un cura muy pobre que comía cebollas con pan en un
rincón apartado. Al entrar, ella sintió la mirada de todos por
el hábito pardo, pero no se alteró, pues era consciente de que
el ridículo formaba parte de la penitencia. La mesera, en
cambio, le suscitó un ápice de piedad, porque era rubia y bella
y hablaba corno si cantara, y ella pensó que debían estar muy
mal en Italia después de la guerra si una muchacha como ésa
tenía que servir en una fonda.
Pero se sintió bien en el ámbito floral del emparrado, y el
aroma de guiso de laurel de la cocina le despertó el hambre
aplazada por la zozobra del día. Por primera vez en mucho tiempo
no tenía deseos de llorar. Sin embargo, no pudo comer a gusto.
En parte porque le costó trabajo entenderse con la mesera rubia,
a pesar de que era simpática y paciente, y en parte porque la
única carne
que había para comer eran unos pajaritos cantores de los que
criaban en jaulas en las casas de Riohacha. El cura, que comía
en el rincón, y que terminó por servirles de intérprete, trató
de hacerle entender que las emergencias de la guerra no habían
terminado en Europa, y que debía apreciarse como un milagro que
hubiera al menos pajaritos demonte para comer. Pero ella los
rechazó.
—Para mí —dijo— sería como comerme un hijo.
Así que debió conformarse con una sopa de fideos, un plato de
calabacines hervidos con unas tiras de tocino rancio, y un
pedazo de pan que parecía de mármol. Mientras comía, el cura se
acercó para suplicarle por caridad que lo invitara a tomarse una
taza de café, y se sentó con ella. Era yugoslavo, pero había
sido misionero en Bolivia, y hablaba un castellano difícil y
expresivo.
A la señora Prudencia Linero le pareció un hombre ordinario y
sin el menor vestigio de indulgencia, y observó que tenía unas
manos indignas con las uñas astilladas y sucias, y un aliento de
cebollas tan persistente que más bien parecía un atributo del
carácter. Pero después de todo estaba al servicio de Dios, y era
un placer nuevo encontrar a alguien con quien entenderse estando
tan lejos de casa.
Conversaron despacio, ajenos al denso rumor de establo que los
iba cercando a medida que los comensales ocupaban las otras
mesas. La señora Prudencia Linero tenía ya un juicio terminante
sobre Italia: no le gustaba. Y no porque los hombres fueran un
poco abusivos, que ya era mucho, ni porque se comieran a los
pájaros, que ya era demasiado, sino por la mala índole de dejar
a los ahogados a la deriva.
El cura, que además del café se había hecho llevar por cuenta de
ella una copa de grappa, trató de hacerle ver su ligereza de
juicio. Pues durante la guerra se había establecido un servicio
muy eficaz para rescatar, identificar y sepultar en tierra
sagrada a
los numerosos ahogados que amanecían flotando en la bahía de
Nápoles.
—Desde hace siglos —concluyó el cura— los italianos tomaron
conciencia de que no hay más que una vida, y tratan de vivirla
lo mejor que pueden. Eso los ha hecho calculadores y volubles,
pero también los ha curado de la crueldad.
—Ni siquiera pararon el barco —dijo ella—.
—Lo que hacen es avisar por radio a las autoridades del puerto
—dijo el cura—. Ya a esta hora deben haberlo recogido y
enterrado en el nombre de Dios.
La discusión cambió el humor de ambos. La señora Prudencia
Linero había acabado de comer, y sólo entonces cayó en la cuenta
de que todas las mesas estaban ocupadas. En las más próximas,
comiendo en silencio, había turistas casi desnudos, y entre
ellos algunas parejas de enamorados que se besaban en vez de
comer. En las mesas del fondo, cerca del mostrador, estaba la
gente del barrio jugando a los dados y bebiendo un vino sin
color. La señora Prudencia Linero comprendió que sólo tenía una
razón para estar en aquel país indeseable.
—¿Usted cree que sea muy difícil ver al Papa? —preguntó—.
El cura le contestó que nada era más fácil en verano. El Papa
estaba de vacaciones en Castelgandolfo, y los miércoles en la
tarde recibía en audiencia pública a peregrinos del mundo
entero. La entrada era muy barata: veinte liras.
—¿Y cuánto cobra por confesarlo a uno? —preguntó ella—.
—El Santo Padre no confiesa a nadie —dijo el cura, un poco
escandalizado—, salvo a los reyes, por supuesto.
—No veo por qué va a negarle ese favor a una pobre mujer que
viene de tan lejos —dijo ella—.
—Hasta algunos reyes, con ser reyes, se han muerto esperando
—dijo el cura—. Pero dígame: debe ser un pecado tremendo para
que usted haya hecho sola semejante viaje sólo por confesárselo
al Santo Padre.
La señora Prudencia Linero lo pensó un instante, y el cura la
vio sonreír por primera vez.
—¡Ave María Purísima! —dijo—. Me bastaría con verlo. —Y agregó
con un suspiro que pareció salirle del alma—: ¡Ha sido el sueño
de mi vida!
En realidad, seguía asustada y triste, y lo único que quería era
irse de inmediato, no sólo de ese lugar sino de Italia. El cura
debió pensar que aquella alucinada ya no daba para más, así que
le deseó buena suerte y se fue a otra mesa a pedir por caridad
que le pagaran un café.
Cuando salió de la fonda, la señora Prudencia Linero se encontró
con la ciudad cambiada. La sorprendió la luz del sol a las nueve
de la noche, y la asustó la muchedumbre estridente que había
invadido las calles por el alivio de la brisa nueva. No se podía
vivir con los petardos de tantas Vespas enloquecidas. Las
conducían hombres sin camisas que llevaban en ancas a sus bellas
mujeres abrazadas a la cintura, y se abrían paso a saltos
culebreando por entre los cerdos colgados y las mesas de
sandías. El ambiente era de fiesta, pero a la señora Prudencia
Linero le pareció de catástrofe.
Perdió el rumbo. Se encontró de pronto en una calle intempestiva
con mujeres taciturnas sentadas a la puerta de sus casas
iguales, y cuyas luces rojas e intermitentes le causaron un
estremecimiento de pavor. Un hombre bien vestido, con un anillo
de oro macizo y un diamante en la corbata la persiguió varias
cuadras diciéndole algo en italiano, y luego en inglés y
francés. Como no obtuvo respuesta, le mostró una tarjeta postal
de un paquete que sacó del bolsillo, y ella sólo necesitó un
golpe de vista para sentir que estaba atravesando el infierno.
Huyó despavorida, y al final de la calle volvió a encontrar el
mar crepuscular con el mismo tufo de mariscos podridos del
puerto de Riohacha, y el corazón le volvió a quedar en su
puesto. Reconoció los hoteles de colores frente a la playa
desierta, los taxis funerarios, el diamante de la primera
estrella en el cielo inmenso. Al fondo de la bahía, solitario en
el muelle, reconoció el barco en que había llegado, enorme y con
las cubiertas iluminadas, y se dio cuenta de que ya no tenía
nada que ver con su vida.
Allí dobló a la izquierda, pero no pudo seguir, porque había una
muchedumbre de curiosos mantenidos a raya por una patrulla de
carabineros. Una fila de ambulancias esperaba con las puertas
abiertas frente al edificio de su hotel. Empinada por encima del
hombro de los curiosos, la señora Prudencia Linero volvió a ver
entonces a los turistas ingleses. Los estaban sacando en
camillas, uno por uno, y todos estaban inmóviles y dignos, y
seguían pareciendo uno solo varias veces repetido con el traje
formal que se habían puesto para la cena: pantalón de franela,
corbata de rayas diagonales, y la chaqueta oscura con el escudo
del Trinity College bordado en el bolsillo del pecho.
Los vecinos asomados a los balcones, y los curiosos bloqueados
en la calle, los iban contando a coro, como en un estadio, a
medida que los sacaban. Eran diecisiete. Los metieron en las
ambulancias de dos en dos, y se los llevaron con un estruendo de
sirenas de guerra.
Aturdida por tantos estupores, la señora Prudencia Linero subió
en el ascensor abarrotado por los clientes de los otros hoteles
que hablaban en idiomas herméticos. Se fueron quedando en todos
los pisos, salvo en el tercero, que estaba abierto e iluminado,
pero nadie estaba en el mostrador ni en las poltronas del
vestíbulo, donde había visto las rodillas rosadas de los
diecisiete ingleses dormidos. La dueña del quinto piso comentaba
el desastre en una excitación sin control.
—Todos están muertos —le dijo a la señora Prudencia Linero en
castellano—. Se envenenaron con la sopa de ostras de la cena.
¡Ostras en agosto, imagínese!
Le entregó la llave del cuarto, sin prestarle más atención,
mientras decía a los otros clientes en su dialecto: «¡Como aquí
no hay comedor, todo el que se acuesta a dormir amanece vivo!».
Otra vez con el nudo de lágrimas en la garganta, la señora
Prudencia Linero pasó los cerrojos de la habitación. Luego rodó
contra la puerta la mesita de escribir y la poltrona, y puso por
último el baúl como una barricada infranqueable contra el horror
de aquel país donde ocurrían tantas cosas al mismo tiempo.
Después se puso el camisón de viuda, se tendió bocarriba en la
cama, y rezó diecisiete rosarios por el eterno descanso de las
almas de los diecisiete ingleses envenenados.
Abril 1980.
 |