El avión de la Bella Durmiente
Gabriel García Márquez

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Era bella,
elástica, con una piel tierna del color del pan y los
ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y
negro y largo hasta la espalda, y una aura de antigüedad
que lo mismo podía ser de Indonesia que de los Andes.
Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta de lince,
blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones
de lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las
bugambilias. «Esta es la mujer más bella que he visto en
mi vida», pensé, cuando la vi pasar con sus sigilosos
trancos de leona, mientras yo hacía la cola para abordar
el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de
Gaulle de París. Fue una aparición sobrenatural que
existió sólo un instante y desapareció en la muchedumbre
del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la
noche anterior, y el tránsito era más denso que de
costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en
la autopista, y había camiones de carga alineados a la
orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el
vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en
primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana
holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso
de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la
aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que
no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada
me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción.
A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a
primera vista. «Claro que sí», me dijo. «Los imposibles
son los otros». Siguió con la vista fija en la pantalla
de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería:
fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre
que no sea al lado de las once maletas. Ella lo
agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista
de la pantalla fosforescente.
—Escoja un número —me dijo,—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En quince años que llevo aquí es el primero que no
escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y
me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por
primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron
de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo
entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de
cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa—. La radio
anunció esta mañana que será la nevada más grande del
año. |
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Se equivocó: fue la más grande
del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la
primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y
hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo
pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era
un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros
salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran
hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras
sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos
en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando
las fábricas glaciales, los vastos sementeros de Roissy
devastados por los leones.
Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor
se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley
habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en
los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por
los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje.
Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida,
y el palacio de plástico transparente parecía una inmensa
cápsula espacial varada en la tormenta.
No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en
algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía
me infundió nuevos ánimos para esperar. A la hora del almuerzo
habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se
hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las
cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas
tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni
beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del
mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a
levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño.
Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a
comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de
helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco
en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre
las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en
el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última
cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana,
salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los
pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una
azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona
vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión
de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. «Si
alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería», pensé. Y
apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella
no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su
sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto
como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano.
Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de
bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me
arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió
al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un
inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo
durante el vuelo.
Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental. Cuando le
llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador
con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó
dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de
colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso,
como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella
desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana,
extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la
cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir,
se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y
durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo
de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos
de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más
hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me
fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella
criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había
desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por
una azafata cartesiana que trató de despertar a la bella para
darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le
repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo,
pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco
quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, y aun así me
reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el
cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio todo lo que le
hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era
tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las
pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para
morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para
nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La
tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del
Atlántico era inmensa y límpida, y el avión parecía inmóvil
entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante
varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron
las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las
nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era
casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin
puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y
un anillo liso en la mano izquierda.
Como no parecía tener más de veinte años, me consolé con la idea
de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo
efímero. «Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de
abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados»,
pensé, repitiendo en la cresta de espumas de champaña el soneto
magistral de Gerardo Diego.
Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos
acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su
respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito
tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me
parecía increíble: en la primavera anterior había leído una
hermosa novela de Yasunari Kawabata sobre los ancianos burgueses
de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche
contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y
narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma
cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo
intentaban, porque la esencia del placer era verlas dormir.
Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí
aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por
la champaña—. Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los
fogonazos mudos de la película, y desperté con la cabeza
agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la
anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la
poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En
el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el
collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la
dicha mezquina de no recogerlos. Después de desahogarme de los
excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo,
indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los
estragos del amor.
De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y
prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se
encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las
turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que
refugiarse en mis brazos huyendo del terror.
En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa,
y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y
se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera
escogido antes que yo el asiento número cuatro. El sueño de la
bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que
resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto,
porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era
verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera
recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz.
«Carajo», me dije, con un gran desprecio. «¡Por qué no nací
Tauro!».
Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los
anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si
hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de
que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los
matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar.
Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes,
enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las
crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a
ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido
y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la
puerta se abrió.
Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de
mí con una disculpa convencional en castellano puro de las
Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al
menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció
hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Junio 1982.
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