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En Junín o Tapalqué refieren la
historia. Un chico desapareció después de un malón; se
dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo
buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado
que venia de tierra adentro les habló de un indio de
ojos celestes que bien podía ser su hijo.
Dieron por fin con él (la crónica ha perdido las
circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y
creyeron reconocerlo. El hombre, trabajando por el
desierto y por la vida bárbara , ya no sabía oír las
palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir,
indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal
vez por que los otros se detuvieron. Miró la puerta,
como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó,
atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y
se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en
la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de
hasta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le
brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían
encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no
podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su
destino. Yo querría saber que sintió en aquel instante
de vértigo en el que el pasado y el presente se
confundieron; yo querría saber si el hijo perdido
renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a
reconocer, siquiera como una criatura o un perro, a los
padres y a la casa.
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