El hijo del
vampiro
Julio Cortázar
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«Probablemente todos los fantasmas sabían
que Duggu Van era un vampiro. No le tenían miedo pero le
dejaban paso cuando él salía de su tumba a la hora
precisa de medianoche y entraba al antiguo castillo en
procura de su alimento favorito. El rostro de Duggu Van
no era agradable. La mucha sangre bebida desde su muerte
aparente —en el año 1060, a manos de un niño, nuevo
David armado de una honda-puñal— había infiltrado en su
opaca piel la coloración blanda de las maderas que han
estado mucho tiempo debajo del agua. Lo único vivo, en
esa cara, eran los ojos. ojos fijos en la figura de Lady
Vanda, dormida como un bebé en el lecho que no conocía
más que su liviano cuerpo. Duggu Van caminaba sin hacer
ruido. La mezcla de vida y muerte que informaba su
corazón se resolvía en cualidades inhumanas. Vestido de
azul oscuro, acompañado siempre por un silencioso
séquito de perfumes rancios, el vampiro paseaba por las
galerías del castillo buscando vivos depósitos de
sangre. La industria frigorífica lo hubiera indignado.
Lady Vanda, dormida, con una mano ante los ojos como en
una premonición de peligro, semejaba un bibelot
repentinamente tibio. y también un césped propicio, o
una cariátide.
Loable costumbre en Duggu Van era la de no pensar nunca
antes de la acción. En la estancia y junto al lecho,
desnudando con levísima carcomida mano el cuerpo de la
rítmica escultura, la sed de sangre principió a ceder.Que
los vampiros se enamoren es cosa que en la leyenda
permanece oculta. Si él lo hubiese meditado, su
condición tradicional lo habría detenido quizá al borde
del amor, limitándolo a la sangre higiénica y vital. Mas
Lady Vanda no era para él una mera víctima destinada a
una serie de colaciones. La belleza irrumpía de su
figura ausente, batallando, en el justo medio del
espacio que separaba ambos cuerpos, con el hambre. Sin
tiempo de sentirse perplejo ingresó Duggu Van al amor
con voracidad estrepitosa. El atroz despertar de Lady
Vanda se retrasó en un segundo a sus posibilidades de
defensa. y el falso sueño del desmayo hubo de
entregarla, blanca luz en la noche, al amante.
Cierto que, de madrugada y antes de marcharse, el
vampiro no pudo con su vocación e hizo una pequeña
sangría en el hombro de la desvanecida castellana. Más
tarde, al pensar en aquello, Duggu Van sostuvo para sí
que las sangrías resultaban muy recomendables para los
desmayados. Como en todos los seres, su pensamiento era
menos noble que el acto simple. |
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En el castillo hubo congreso de médicos y
peritajes poco agradables y sesiones
conjuratorias y anatemas, y además una
enfermera inglesa que se llamaba Miss
wilkinson y bebía ginebra con una
naturalidad emocionante. Lady Vanda estuvo
largo tiempo entre la vida y la muerte
(sic). La hipótesis de una pesadilla
demasiado erista quedó abatida ante
determinadas comprobaciones oculares; y,
además, cuando transcurrió un lapso
razonable, la dama tuvo la certeza de que
estaba encinta.
Puertas cerradas con yale habían detenido
las tentativas de Duggu Van. El vampiro
tenía que alimentarse de niños, de ovejas,
hasta de —¡horror!— cerdos. Pero toda la
sangre le parecía agua al lado de aquella de
Lady Vanda. una simple asociación, de la
cual no lo libraba su carácter de vampiro,
exaltaba en su recuerdo el sabor de la
sangre donde había nadado, goloso, el pez de
su lengua. Inflexible su tumba en el pasaje
diurno, érale preciso aguardar el canto del
gallo para botar, desencajado, loco de
hambre. No había vuelto a ver a Lady Vanda,
pero sus pasos lo llevaban una y otra vez a
la galería terminada en la redonda burla
amarilla de la yale. Duggu Van estaba
sensiblemente desmejorado.
Pensaba a veces —horizontal y húmedo en su
nicho de piedra— que quizá Lady Vanda fuera
a tener un hijo de él. El amor recrudecía
entonces más que el hambre. Soñaba su fiebre
con violaciones de cerrojos, secuestros, con
la erección de una nueva tumba matrimonial
de amplia capacidad. El paludismo se
ensañaba en él ahora.
El hijo crecía, pausado, en Lady Vanda. una
tarde oyó Miss wilkinson gritar a su señora.
La encontró pálida, desolada. Se tocaba el
vientre cubierto de raso, decía:
—Es como su padre, como su padre. Duggu Van,
a punto de morir la muerte de los vampiros
(cosa que lo aterraba con razones
comprensibles), tenía aún la débil esperanza
de que su hijo, poseedor acaso de sus mismas
cualidades de sagacidad y destreza, se
ingeniara para traerle algún día a su madre.
Lady Vanda estaba día a día más blanca, más
aérea. Los médicos maldecían, los tónicos
cejaban. y ella, repitiendo siempre:
—Es como su padre, como su padre.
Miss wilkinson llegó a la conclusión de que
el pequeño vampiro estaba desangrando a la
madre con la más refinada de las crueldades.
Cuando los médicos se enteraron hablose de
un aborto harto justificable; pero Lady
Vanda se negó, volviendo la cabeza como un
osito de felpa, acariciando con la diestra
su vientre de raso.
—Es como su padre —dijo—. Como su padre.
El hijo de Duggu Van crecía rápidamente. No
sólo ocupaba la cavidad que la naturaleza le
concediera sino que invadía el resto del
cuerpo de Lady Vanda. Lady Vanda apenas
podía hablar ya, no le quedaba sangre; si
alguna tenía estaba en el cuerpo de su hijo.
Y cuando vino el día fijado por los
recuerdos para el alumbramiento, los médicos
se dijeron que aquél iba a ser un
alumbramiento extraño. En número de cuatro
rodearon el lecho de la parturienta,
aguardando que fuese la medianoche del
trigésimo día del noveno mes del atentado de
Duggu Van.
Miss wilkinson, en la galería, vio acercarse
una sombra. No gritó porque estaba segura de
que con ello no ganaría nada. Cierto que el
rostro de Duggu Van no era para provocar
sonrisas. El color terroso de su cara se
había transformado en un relieve uniforme y
cárdeno. En vez de ojos, dos grandes
interrogaciones llorosas se balanceaban
debajo del cabello apelmazado.
—Es absolutamente mío —dijo el vampiro con
el lenguaje caprichoso de su secta—
y nadie puede interpolarse entre su esencia
y mi cariño.
Hablaba del hijo; Miss wilkinson se calmó.
Los médicos, reunidos en un ángulo del
lecho, trataban de demostrarse unos a otros
que no tenían miedo. Empezaban a admitir
cambios en el cuerpo de Lady Vanda. Su piel
se había puesto repentinamente oscura, sus
piernas se llenaban de relieves musculares,
el vientre se aplanaba suavemente y, con una
naturalidad que parecía casi familiar, su
sexo se transformaba en el contrario. El
rostro no era ya el de Lady Vanda. Las manos
no eran ya las de Lady Vanda. Los médicos
tenían un miedo atroz. Entonces, cuando
dieron las doce, el cuerpo de quien había
sido Lady Vanda y era ahora su hijo se
enderezó dulcemente en el lecho y tendió los
brazos hacia la puerta abierta. Duggu Van
entró en el salón, pasó ante los médicos sin
verlos, y ciñó las manos de su hijo. Los
dos, mirándose como si se conocieran desde
siempre, salieron por la ventana. El lecho
ligeramente arrugado, y los médicos
balbuceando cosas en torno a él,
contemplando sobre las mesas los
instrumentos del oficio, la balanza para
pesar al recién nacido, y Miss wilkinson en
la puerta, retorciéndose las manos y
preguntando, preguntando, preguntando».
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