El plantador de dátiles
de Jorge Bucay
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— Mira,
todo lo que tú enseñas parece muy cierto y por
supuesto me encantaría pensar que es posible
vivir así... Sin embargo, la verdad es que creo
que tu modelo de vida no es más que un hermoso
planteo teórico, inaplicable a la realidad
cotidiana.
—No creo...
—¡Claro! Tú no crees porque
para ti debe ser más fácil que para los demás.
Tú creaste una forma de vivir a tu alrededor y
entonces ahora es sencillo, pero yo y casi
todos, vivimos en un mundo común y normal.
Nosotros jamás llegaríamos a hacer todo lo que
hace falta hacer, para llegar a disfrutarlo.
—La verdad, Demián, es que yo vengo de ese mismo
mundo real del que vienes tú, que yo habito este
mismo planeta cotidiano que habitamos todos y
que convivo con la misma gente común y normal
que tú conoces... Admito que vivo un poco mejor
que la mayoría de las personas que conozco, pero
te quiero dejar en claro dos cosas: la primera
es que el costo no fue pequeño. Construir este
"entorno" como lo llamas tú, demandó mucha
energía y dedicación, mucho dolor y sobre todo
muchas pérdidas. La segunda es que esto fue un
proceso, quiero decir que cambiar lo que había
para cambiar, conseguir que no se desmorone lo
que había que preservar y recorrer los caminos
que había que explorar, demandó un tiempo. No
fue algo que pasó solo, ni que sucedió de un día
para otro... |
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—Me imagino. ¡Pero por lo
menos, sabías que al final estaba el premio
que hoy y gozas!
—No es así. Y ese es otro
de los prejuicios con que tú cuentas para tu
análisis. Yo nunca tuve la garantía de
ningún premio. Más bien, te diría que todo
el camino que llevo recorrido hasta aquí, no
es más que una apuesta a un resultado que en
realidad tampoco llegó todavía.
— ¿Cómo que no llegó?
— Todavía me queda mucho
por hacer, Demián... Es más, no creo que yo
consiga en toda mi vida, aunque la imagine
larguísima, llegar a disfrutar de la
plenitud total, disfrutar de la completa
falta de expectativas, disfrutar de la
actitud mental de aceptación plena de los
hechos...
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— ¿Tú me estás diciendo
que estás tomándote todo este trabajo,
pensando que posiblemente nunca llegues a
disfrutarlo a pleno?
— Sí.
— Estás loco.
— Es verdad, pero para tu
beneficio soy un loco que cuenta cuentos y
que ahora está por contarte uno.
En un oasis escondido
entre los más lejanos paisajes del desierto,
se encontraba el viejo Elihau de rodillas, a
un costado de algunas palmeras datileras. Su
vecino Hakim, el acaudalado mercader, se
detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y
vio a Elihau transpirando, mientras parecía
cavar en la arena.
— ¿Qué tal anciano? La
paz sea contigo.
— Contigo –contestó
Elihau sin dejar su tarea.
— ¿Qué haces aquí, con
esta temperatura, y esa pala en las manos?
— Siembro –contestó el
viejo.
— ¿Qué siembras aquí,
Elihau?
— Dátiles –respondió
Elihau mientras señalaba a su alrededor el
palmar.
— ¡Dátiles! –repitió el
recién llegado, y cerró los ojos como quien
escucha la mayor estupidez
comprensivamente—. El calor te ha dañado el
cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea
y vamos a la tienda a beber una copa de
licor.
— No,
debo terminar la
siembra. Luego si
quieres, beberemos...
—
Dime, amigo: ¿cuántos
años tienes?
— No
sé... sesenta, setenta,
ochenta, no sé... lo he
olvidado... pero eso
¿qué importa?
— Mira, amigo, los
datileros tardan más de cincuenta años de
crecer y recién después de ser palmeras
adultas están en condiciones de dar frutos.
Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes,
ojalá vivas hasta los ciento un años, pero
tú sabes que difícilmente puedas llegar a
cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja
eso y ven conmigo.
—Mira, Hakim, yo comí los
dátiles que otro sembró, otro que tampoco
soñó con probar estos dátiles. Yo siembro
hoy, para que otros puedan comer mañana los
dátiles que hoy planto... y aunque sólo
fuera en honor de aquel desconocido, vale la
pena terminar mi tarea.
—Me has dado una gran
lección, Elihau, déjame que te pague con una
bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me
diste –y diciendo esto, Hakim le puso en la
mano al viejo una bolsa de cuero.
—Te agradezco tus
monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto:
tú me pronosticabas que no llegaría a
cosechar lo que sembrara. Parecía cierto, y
sin embargo, mira, todavía no termino de
sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y
la gratitud de un amigo.
—Tu sabiduría me asombra,
anciano. Esta es la segunda gran lección que
me das hoy y es quizás más importante que la
primera. Déjame pues que pague también esta
lección con otra bolsa de monedas.
— Y a veces pasa esto
–siguió el anciano y extendió la mano
mirando las dos bolsas de monedas—: sembré
para no cosechar y antes de terminar de
sembrar ya coseché no sólo una, sino dos
veces.
—Ya basta, viejo, no
sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas
tengo miedo de que no me alcance toda mi
fortuna para pagarte...
— ¿Entiendes, Demián? –me
preguntó el gordo.
— Más que
eso: ¡me doy cuenta!
–contesté yo...
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