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Al niño chico lo ha despertado en
la cuna un rayito de sol que entra en el cuarto
oscuro de verano
por una rendija de la ventana cerrada.
Si se hubiera despertado sin él, el niño se habría echado a
llorar llamando a su madre. Pero la belleza iluminada del rayito
de sol le ha abierto en los mismos ojos un paraíso florido y
mágico que lo tiene suspenso.
Y el niño palmotea, y ríe, y hace grandes conversaciones sin
palabras, consigo mismo, cogiéndose con las dos manos los dos
pies y arrullando su delicia.
Le pone la manita al rayo de sol; luego, el pie -¡con qué
dificultad y qué paciencia!-, luego la boca, luego el ojo, y se
deslumbra, y se ríe refregándoselo cerrado y llenándose de baba
la boca apretada. Si en la lucha por jugar con él se da un golpe
en la baranda, aguanta el dolor y el llanto y se ríe con
lágrimas que le complican en iris preciosos el bello sol del
rayo.
Pasa el instante y el rayito se va del niño, poco a poco, pared
arriba. Aún lo mira el niño, suspenso, como una imposible
mariposa, de verdad para él.
De pronto, ya no está el rayo. Y en el cuarto oscuro, el niño
-¿qué tiene el niño, dicen todos corriendo, qué tendrá?- llora
desesperadamente por su madre. |