Ese hombre
Rodolfo Walsh
|
El guardia civil
pregunta el nombre, consulta su lista, abre la puerta
del parque. El tenue sol madrileño quita de las rodillas
la lluvia de París, funde la nieve de Praga.
En la casa me recibe el secretario discreto, urgido por
irradiación cotidiana. Yo sé que debería estar
observando los detalles pero no veo más que la alfombra,
el artesonado, la penumbra de la sala donde enseguida
aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba esperando.
Sigue alto y erguido, indestructible. Se agacha un poco
para darme la mano.
-Lo estaba esperando -dice.
-Tenía muchos deseos de conocerlo -aseguro.
Todo es claro y ordenado en su despacho: libros en los
anaqueles, un Martín Fierro a caballo, el banderín
argentino, Juan XXIII bajo el vidrio del escritorio.
Cuando se sienta, veo por primera vez la desollada cara
del Viejo, la cascada de venitas rojas que no aparece en
las fotos o que las fotos olvidan, lo mismo que uno.
-¿Café? -dice-. ¿Coñac?
|
|
Ofrece Winstons, se inclina hacia adelante
para dar fuego con el encendedor de oro. Tal
vez me he quedado dormido en alguna butaca
de algún aeropuerto en alguna indescifrable
escala nocturna y este sueño preocupado es
una broma del cansancio. Pero el Viejo está
allí, veo el traje pizarra, el pulóver rojo,
las ideas que se ordenan en su cara, la
embellecen, escucho la voz persuasiva que
habla del mundo, sus grandes movimientos
circulares, sus leyes inmutables.
-A los imperios no los derriba nadie -dice-.
Se pudren por dentro, se caen solos.
Solos, pienso.
Parece que adivina.
-Cuando alguien los empuja -dice, recuerda-.
En este continente yo los he enfrentado
-dice, anulando de un golpe la distancia,
regresando o no partiendo nunca, clavado a
este continente que no es este, no es la
muchacha que vuelve y sirve el coñac y sirve
el café.
-Café sin cafeína -dice el Viejo-. Es más
sano. Mire Vietnam -dice.
Miro Vietnam: sonrisas ambiguas, pisadas
nocturnas en la selva húmeda, espaldas
maternas cargando obuses, una bandera roja
flameando sobre Hué bajo una lluvia
incesante de napalm.
-Los militares yanquis -explica- son muy
brutos, no leen la historia, creen que la
guerra se gana con el ejército.
Otra vez el gesto circular abarca las
edades, los pueblos, el orgullo pisoteado,
Roma se derrumba en el espejo de la memoria
y la voz del Viejo parece que gozara.
-Líneas de abastecimiento. Lo sabe un
cadete.
Toma su café sin cafeína.
-Ya no les quedan amigos en el mundo -dice.
-Si estos se salvan -dice- será porque
tienen dos océanos de por medio.
-Pero a usted lo derrocaron.
-A mí me derrocó la Sinarquía -aclara-.
Después vinieron a buscarme. Los yanquis
-dice, rememora-. Cuántas veces.
-Y usted.
Me pregunta si conozco el cuento del vasco.
Escucho el cuento del vasco, rodeado de
parientes, que no quería firmar el
testamento. El índice del Viejo va y viene
despacio sobre el índice izquierdo,
preparando la pregunta, la pausa, el corte
de manga, su porfiada respuesta. Y ahora no
sé cuál es mi risa, cuál es la suya, la del
Papa Juan divertido a su modo en el cromo.
El círculo pulsa, se achica, se concentra.
El Viejo desliza sobre el vidrio una caja
taraceada de tabacos. Tomo uno, lo hago
girar entre los dedos, aspiro su lejano
aroma.
-Me los manda Fidel -dice el Viejo-. Cómo
están por allá.
-Siempre preguntan por usted.
Es cierto: siempre preguntan por él.
-Esperaban su visita -digo.
-Me hubiera gustado ir -suspira-. No ha
llegado el momento. Usted sabe, había que
pasar por Moscú.
El periódico sigue inmóvil sobre el
escritorio, con sus terremotos, naufragios,
sobresaltos del oro, el nuevo récord de
Iberia: seis horas, treinta y dos minutos,
vuelo directo. No veo las manos del Viejo,
tal vez el índice derecho sigue moviéndose
despacito sobre el izquierdo, debajo de la
mesa, una broma conjunta que podemos
apreciar.
El círculo ha vuelto a crecer, las costas se
dilatan, la selva. América. Ahora hablamos
de los muertos. El Viejo guarda la caja de
tabacos, saca un libro abierto en la
dedicatoria de -un adversario que
evolucionó-, la firma brevísima del gran
muerto reciente cuyas cenizas llueven sobre
mil ciudades, que anda por ahí asomado a las
cocinas, a los dormitorios, probando el
caldo de las ollas, creciendo en los huesos
de los chicos.
-Tenía el fuego sagrado -dice el Viejo-.
Lástima que no trabajara para nosotros -y la
cara se le nubla, de pena, desconcierto,
quién sabe.
-Él pensaba que había que apurarse.
-Sí, pero ya ve.
-Porque ellos creen que Vietnam se acaba, y
que después caerán sobre ellos, sobre
nosotros -digo-. Por eso estaban apurados.
-La guerra es larga -responde sin apuro.
Vuelvo a mirarlo como si yo fuera el Viejo y
él tuviera un largo futuro por delante.
Si él quisiera, pienso.
La puerta se abre sola. Un fogonazo de
alegría alumbra la cara surcada de venitas
del Viejo, que se para, avanza hacia el
perro lanudo que entra en dos patas. Yo miro
el despliegue de mimos y festejos que corta
las preguntas, acaso la entrevista.
Pero el Viejo vuelve, se sienta.
-Otro café -dice.
De la manga del saco sale otra anécdota,
como otro conejo. Cada vez que el general
Roca recibía al embajador boliviano, ponía
dos sillas. Una para el embajador, otra para
la mala fe.
-Yo le mandé decir que tuviera cuidado, que
desconfiara de esa gente. No era tiempo.
-Cuándo entonces -digo.
-Yo he esperado mucho.
Tal vez lo estoy fastidiando, acaso va a
mirar su reloj, usar un pretexto que no
necesita, la mujer que atravesó el Atlántico
para conseguir su dedicatoria en una foto,
el dirigente que aguarda en la sala su
epifanía de palabras lejos, vestales con
pinta de herederos, tahúres de doble
entraña, empresarios dispuestos a compartir
las pérdidas, terratenientes a socializar
los caminos, clérigos a repartir el reino de
los cielos, gorilas convertidos.
El arresto del último general que casi se
subleva flota sobre los pocillos de café sin
cafeína.
-Es un buen muchacho -sugiere-. Le voy a
contar un chiste -sugiere.
Las once de la mañana entran por el
ventanal, aclarando la sonrisa.
Un empresario americano fue a Brasil, donde
querían comprar petróleo; fue a Kuwait:
querían vender petróleo; a Grecia: les
propone transportar petróleo. Armó el
negocio, se quedó con la mitad. Los otros le
peguntaron: ¿Pero usted qué pone?
-¿Cómo qué pongo?-, dijo el empresario -dice
el Viejo-. -Yo pongo el Atlántico.- Con este
muchacho pasa lo mismo. El ejército pone las
armas. Nosotros ponemos la gente. ¿Y él qué
pone? ¿La patria?
Risas. Imposible no reír cuando el Viejo
cuenta un chiste, porque lo cuenta muy bien.
Pero consigue que el cotejo con la realidad
parezca un segundo chiste, mejor que el
primero.
Ahora sí, ha mirado su reloj. De golpe
entiendo que he pasado horas sumergido en la
envolvente conversación del Viejo, como
quien escuchara a cualquier padre, y que al
salir estaré caminando por una calle de
Puerta de Hierro, de Southampton, de Martín
García, con todas las preguntas sin hacer.
-Esa mujer -digo.
Su cara es gris. Una muralla.
-Creo que la quemaron -dice.
-No la quemaron -fantaseo-. Está en un
jardín, en una embajada, de pie, una estatua
bajo tierra, donde llueve -digo. Llueve
siempre, pienso, y ella se pudre.
-Puede ser -su cara es más remota que
nunca-. Algún día se sabrá.
-Y los otros muertos -quiero saber-. Los
fusilados, los torturados.
Un ramaje de la vieja cólera circula por su
cara, relámpago entre nubes.
-El pueblo pedirá cuentas.
¿Cuándo?
-Algún día. Saldrá a la calle, como el 56,
el 57.
¿Por qué no ha vuelto a salir?
-Porque yo no he querido -dice.
¿Cuándo, general, cuándo?
FIN
|
|