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Él, que pasaremos a llamar sujeto,
y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo
femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se
encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa.
Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y
por otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta
que dos miradas se crucen para que el puente sea tendido
y los abismos franqueados.
Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos
azules que quizá –con un poco de suerte- se detenían en
ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la
clavaron contra la pared y la hicieron objeto –objeto de
palabras abusivas, objeto del comentario crítico de los
otros que notaron la velocidad con la que aceptó al
desconocido. Fue ella un objeto que no objetó para nada,
hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más
tarde estaba en la horizontal permitiendo que la
metáfora se hiciera carne en ella. Carne dentro de su
carne, lo de siempre.
La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén
del sujeto que era de lo más proclive. El objeto asumió
de inmediato –casi instantáneamente- la inobjetable
actitud mal llamada pasiva que resulta ser de lo más
activa, recibiente. Deslizamiento de sujeto y objeto en
el mismo sentido, confundidos si se nos permite la
paradoja.
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