La noche
Guy de Maupassant (Francia, 1850-1893)
|
Amo la noche con pasión. La amo,
como uno ama a su país o a su amante, con un amor
instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis
sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la
respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con
toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras
cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en
el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la
noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y
alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su
grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me
levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con
pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada
palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara
una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade
todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que
crece la sombra me siento distinto, más joven, más
fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce
sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola
inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los
colores, las formas; oprime las casas, los seres, los
monumentos, con su tacto imperceptible. |
Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de
correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de
amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras
por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis
hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.
Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a
uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el
hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es.
Helo aquí.
El caso es que ayer -¿fue ayer?-. Sí, sin duda, a no ser que
haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-. Debió
ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha
vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿Desde
cuándo…? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que
ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía,
bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba
hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno
de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle,
que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal
rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde
los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces
allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían
iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de
sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o
bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé.
Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón
algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de
los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de
cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la
melancolía de esta claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto
parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de
luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes.
Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y
pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas
monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada,
misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las
guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la
larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre
dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los
astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde
dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un
extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción
imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la
locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo?
No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se
esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez sentí que iba a suceder algo extraordinario,
algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba,
que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi
corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de
policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por
la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían
moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se
dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos
de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían,
invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo
al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de
madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las
zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de
blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras
otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un
blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo
en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés
luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás
había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj.
Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí,
pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había
visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la
columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la
impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la
inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender
sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la
Place du Château-d’Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto
de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo
seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la
altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que
descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una
mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.»
Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego
nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su
farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:
-¿Amigo, qué hora es?
-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas
estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban
pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría
tanto en amanecer…
«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré
vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba
lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles,
contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle
Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa,
por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo,
espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos,
uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un
instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a
través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan
pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún
vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía?”, me dije. «Voy a
gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada,
aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué
mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la
pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría.
Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio!
Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi
bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin
llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente
negro, más profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo
infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y
sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar en la primera casa. Toqué el timbre de cobre,
que sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera
el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la
puerta. Llamé de nuevo; esperé… Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces
el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero.
Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis
fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con
mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas
obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles.
Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un
vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores.
Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios
mío! ¿qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la
hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos.
Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con
mis dedos.» Saqué el reloj… ya no sonaba… se había parado. Ya no
quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad,
ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada.
Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé… No oía la corriente
bajo los arcos del puente… Unos escalones más… luego la arena…
el fango… y el agua… hundí mi brazo, el agua corría, corría,
fría, fría, fría… casi helada… casi detenida… casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir… y que
iba a morir allí abajo… yo también, de hambre, de cansancio, y
de frío.
“La Nuit”, 1887
|