|
El
hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos.
El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua
sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo
del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del
baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone
una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los
gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y
pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que
reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco
de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se
quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene
ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande
como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas
cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como
siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un
escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita
desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las
cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas.
En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un
rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta.
Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo
¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No
eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no
tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera
de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la
ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su
mujer con un puñal clavado en el corazón.
FIN |