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Creo que todos
los seres humanos tenemos nuestras manías –por llamarlas
de alguna forma– que en el correr de los años van en
aumento hasta que se convierten en algo casi patológico.
Por ejemplo cuando después de cerrar la puerta –desde
afuera cuando se sale o desde adentro para irse a
dormir– se verifica en más de una oportunidad si quedó
bien cerrada, tratando de disipar la duda de haberla
dejado abierta.
Fue el caso de Andrés Peralta, que ese verano se iba de
vacaciones con su mujer. Ya llevaba recorridos ochenta
kilómetros rumbo al Este –concentrado en el tránsito de
la ruta y con la mirada atenta a la raya blanca que
divide la carretera en dos– cuando empezó a repasar
mentalmente si había dejado las cosas en orden en la
casa vacía. Cada vez que se iban por muchos días, la
preocupación por dejar todo en condiciones lo ponía muy
nervioso.
Pensó en la llave general del agua; una avería en la
cañería de entrada podía provocar una inundación, ¿la
había cerrado? "¡Claro que sí! –le dijo su otro yo– te
arañaste la mano derecha con las espinas del rosal que
cubre el contador". Andrés se miró el rasguño
complacido, le comprobaba el cierre de la llave.
¿Había bajado las persianas? Sí. Una de ellas se le
trabó y tuvo que hacer fuerza, apretándose un dedo que
todavía estaba hinchado. ¡No había duda! Ahora su mente
fue al contador de la luz, que estaba en una parte alta.
Usó la escalera chica, estiró el brazo para apagar la
llave y se golpeó el hombro contra la pared. Aún le
dolía… eso también estaba bien.
Ahora trataba de recordar el momento en que había
cerrado la llave del gas. Febrilmente, buscaba un
indicio que lo llevara a la total seguridad de haberlo
hecho. No iba a suceder nada pero, un pequeño escape
podía convertirse en un peligro… imaginó la casa
explotando en mil pedazos.
Estaba en plena ruta, en medio de un tránsito intenso y
rápido. Trató de serenarse… sin lograrlo. Dos minutos
después, dándose cuenta que su inquietud iba en aumento,
detuvo el auto en uno de los descansos de la carretera.
–¿Qué pasa? –preguntó su mujer–.
–Creo escuchar un ruido en la parte de atrás –mintió–.
Miró las ruedas y abrió la valija del coche. Respiró
profundo tratando de calmarse y poder continuar el viaje
en paz consigo mismo. Su otro yo –que a esa altura se
había convertido en un irónico indeseable–, le decía: "Sos
un idiota, tanto cuidado y no cerraste la llave del gas,
¡es para no creer!, justo vos que sos tan cuidadoso".
Volvió al volante y le dijo a su mujer que el ruido era
un bolso que estaba mal puesto. No lograba equilibrarse.
Tomó la decisión que le revoloteaba la mente y preguntó:
–¿Vos cerraste la llave del gas?
–No. Nunca lo hago, siempre te ocupás vos. ¿Te
olvidaste?
–No, no. Todo está bien.
Un momento después –a cien kilómetros por hora– se
incrustaba en la parte trasera de un semirremolque.
Cuando despertó ya no estaba en este mundo. Observando
"desde fuera", se tocó la frente y se encontró un
pequeño chichón… ¡El golpe contra la pileta cuando cerró
la llave del gas…! ¡Ah! ¡En la casa todo quedó en
perfectas condiciones como para estar tranquilo! Ahora
lo único que lamentaba era el accidente. |