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Mi
viaje de estudios de la secundaria fue de antología.
Sorteados todos los inconvenientes económicos y de toda
índole que debimos superar, ya estábamos en Carlos Paz.
Y en aquella segunda noche de principios de septiembre
del ´75 nos aventuramos a visitar el boliche Molino
Rojo. Ya a la entrada el asunto comenzó a tomar un tinte
surrealista cuando un tipo se quiso levantar a mi vieja.
Debo decir, para no faltar a la verdad, que llevaba sus
48 años muy bien puestos: un cuerpo para no desdeñar y
su cabello entintado con un implacable color champán
rosado la convertían en una muy atractiva mujer (y a mí
los celos me consumían). Por suerte pudo esquivar el
inconveniente con un tímido “no sé bailar” y seguimos
nuestro camino hacia el interior de una noche
prometedora. Ya dentro de la música atronadora y la
parafernalia lumínica que nos traspasaba el alma, nos
separamos y yo –por esas cosas del destino y el vértigo-
fui a dar con mi enjuta humanidad a la pista de baile
que, a la sazón, estaba totalmente a oscuras. En esa
densa penumbra que formaba parte del humo y el delirante
ensueño del instante, percibí una escalera que
seguramente iría a la parte superior. Sin titubear un
segundo, me mandé por la empinada cuesta con mis
impecables zapatos charolados. No me costó ningún
esfuerzo subir un tercio de ese plano inclinado que me
llevaría a descubrir un mundo insospechado. Insospechado
fue el grito que me trajo dramáticamente al mundo de lo
real: “¡¡¡GUARDA ABAAJOOOOO!!!” y la sombra que se
deslizaba rauda hacia mí, dibujaron en mi mente la
fatídica imagen de un tobogán. Y fue en ese momento que
cobró vida la suela lisa de mis zapatos junto con la ley
de Newton y todo aquello que me arrastrara hacia lo
profundo de… la pista. Como fuere, caí pesadamente en
brazos de un compañero y ambos nos estrellamos
inopinadamente contra la pared y sin un rasguño. Pasado
el susto, la noche transcurrió sin muchos sobresaltos…
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