Espejos del Paraíso
Eduardo Galeano
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La
publicidad habla del automóvil como una bendición al alcance de
todos. ¿Un derecho universal, una conquista democrática? Si
fuera verdad, y todos los seres humanos pudieran convertirse en
felices propietarios de este medio de transporte convertido en
talismán, el planeta sufriría muerte súbita por falta de aire. Y
antes, dejaría de funcionar por falta de energía. Nos queda
petróleo para dos generaciones. Ya hemos quemado en un ratito
una gran parte del petróleo que se había formado a lo largo de
millones de años. El mundo produce autos al ritmo de los latidos
del corazón, más de uno por segundo, y ellos están devorando más
de la mitad de todo el petróleo que el mundo produce.
Por supuesto, la publicidad miente. Los numeritos dicen que el
automóvil no es un derecho universal, sino un privilegio de
pocos. Sólo el veinte por ciento de la humanidad dispone del 80
por ciento de los autos, aunque el cien por ciento de la
humanidad tenga que sufrir las consecuencias. Como tantos otros
símbolos de la sociedad de consumo, éste es un instrumento que
está en manos del norte del mundo y de las minorías que en el
sur reproducen las costumbres del norte y creen, y hacen creer,
que quien no tiene permiso de conducir no tiene permiso de
existir.
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El 85 por ciento de la población de la capital de México viaja
en el 15 por ciento del total de vehículos. Uno de cada diez
habitantes de Bogotá es dueño de nueve de cada diez automóviles.
Aunque la mayoría de los latinoamericanos no tiene el derecho de
comprar un auto, todos tienen el deber de pagarlo. De cada mil
haitianos, sólo cinco están motorizados, pero Haití dedica un
tercio de sus importaciones a vehículos, repuestos y gasolina.
Un tercio dedica, también, El Salvador. Según Ricardo Navarro,
especialista en estos temas, el dinero que Colombia gasta cada
año para subsidiar la gasolina, alcanzaría para regalar dos
millones y medio de bicicletas a la población.
El derecho de matar. Un solo país, Alemania, tiene más
automóviles que la suma de todos los países de América Latina y
Africa. Sin embargo, en el sur del mundo mueren tres de cada
cuatro muertos en los accidentes de tráfico de todo el planeta.
Y de los tres que mueren, dos son peatones.
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En eso, al menos, no miente la publicidad, que suele comparar al
auto con un arma: acelerar es como disparar, proporciona el
mismo placer y el mismo poder. La cacería de los caminantes es
frecuente en algunas de las grandes ciudades latinoamericanas,
donde la coraza de cuatro ruedas estimula la tradicional
prepotencia de los que mandan y de los que actúan como si
mandaran. Y en estos últimos tiempos, tiempos de creciente
inseguridad, al impune matonismo de siempre se agrega el pánico
a los asaltos y a los secuestros. Cada vez hay más gente
dispuesta a matar a quien se le ponga delante. Las minorías
privilegiadas, condenadas al miedo perpetuo, pisan el acelerador
a fondo para aplastar la realidad o para huir de ella, y la
realidad es una cosa muy peligrosa que ocurre al otro lado de
las ventanillas cerradas del automóvil.
El derecho de invadir. Por las calles latinoamericanas circula
una ínfima parte de los automóviles del mundo, pero algunas de
las ciudades más contaminadas del mundo están en América Latina.
La imitación servil de los modelos de vida de los grandes
centros dominantes, produce catástrofes. Las copias multiplican
hasta el delirio los defectos del original. Las estructuras de
la injusticia hereditaria y las contradicciones sociales feroces
han generado ciudades que crecen fuera de todo posible control,
gigantescos frankensteins de la civilización: la importación de
la religión del automóvil y la identificación de la democracia
con la sociedad de consumo, tienen, en esos reinos del sálvese
quien pueda, efectos más devastadores que cualquier bombardeo.
Nunca tantos han sufrido tanto por tan pocos. El transporte
público desastroso y la ausencia de ciclovías hace obligatorio
el uso del automóvil, pero la inmensa mayoría, que no lo puede
comprar, vive acorralada por el tráfico y ahogada por el smog.
Las aceras se reducen, hay cada vez más parkings y cada vez
menos barrios, cada vez más autos que se cruzan y cada vez menos
personas que se encuentran. Los autobuses no sólo son escasos:
para peor, en muchas ciudades el transporte público corre por
cuenta de unos destartalados cachivaches que echan mortales
humaredas por los caños de escape y multiplican la contaminación
en lugar de aliviarla.
El derecho de contaminar. Los automóviles privados están
obligados, en las principales ciudades del norte del mundo, a
utilizar combustibles menos venenosos y tecnologías menos
cochinas, pero en el sur la impunidad del dinero es más asesina
que la impunidad de las dictaduras militares. En raros casos, la
ley obliga al uso de gasolina sin plomo y de convertidores
catalíticos, que requieren controles estrictos y son de vida
limitada: cuando la ley obliga, se acata pero no se cumple,
según quiere la tradición que viene de los tiempos coloniales.
Algunas de las mayores ciudades latinoamericanas viven
pendientes de la lluvia y el viento, que no limpian de veneno el
aire, pero al menos se lo llevan a otra parte. La ciudad de
México vive en estado de perpetua emergencia ambiental,
provocada en gran medida por los automóviles, y los consejos del
gobierno a la población, ante la devastación de la plaga
motorizada, parecen lecciones prácticas para enfrentar una
invasión de marcianos: evitar los ejercicios, cerrar
herméticamente las casas, no salir, no moverse. Los bebés nacen
con plomo en la sangre y un tercio de los ciudadanos padece
dolores crónicos de cabeza.
O usted deja de fumar, o se muere en un año advirtió el médico a
un amigo mío, habitante de la ciudad de México, que no había
fumado ni un solo cigarrillo en toda su vida.
La ciudad de Sao Pablo respira los domingos y se asfixia los
días de semana. Año tras año se va envenenando el aire de Buenos
Aires, al mismo ritmo en que crece el parque automotor, que el
año pasado aumentó en medio millón de vehículos. Santiago de
Chile está separada del cielo por un paraguas de smog, que en
los últimos 15 años ha duplicado su densidad, mientras también
se duplicaba, casualmente, la cantidad de automóviles.
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